Esta semana me enfrento a un reto personal al escribir este texto, y sé que también será un desafío para quienes lo lean, especialmente para un voluntario en particular.
Esta voluntaria, de 90 años de edad y dedicada al voluntariado durante las últimas dos décadas, es viuda del fundador de la organización para la cual trabaja desde hace 60 años. Su historia es un testimonio conmovedor de dedicación y entusiasmo por una causa tan noble como la ELA, la esclerosis lateral amiotrófica, la misma enfermedad que cobró la vida de su esposo, el pionero de la organización.
A lo largo de los años, esta admirable mujer ha desempeñado diversas funciones dentro de la organización, destacándose principalmente en labores administrativas. Durante décadas, antes de la era de la tecnología digital, se encargó de la correspondencia utilizando una máquina de escribir.
Sin embargo, la semana pasada, recibió un correo electrónico del nuevo gerente de la organización, informándole que sus servicios voluntarios estaban siendo terminados debido a su incapacidad para adaptarse a una nueva regla que requería que todos los miembros firmaran las cartas con su nombre y pronombre.
Esta situación plantea varias interrogantes:
Estas preguntas plantean reflexiones importantes sobre la valoración del compromiso y la experiencia de los voluntarios, así como sobre la sensibilidad y empatía en la gestión de recursos humanos, incluso en el contexto del voluntariado.