
España es el tercer país con mayor superficie forestal de Europa por detrás de Suecia y Finlandia: el 37% de su territorio está cubierto por bosques o matorrales. Sin embargo, bajo ese dato alentador se esconde una realidad mucho más frágil. Muchos de esos bosques crecen sin gestión, sin planificación, sin manos que los cuiden. En demasiadas zonas, los árboles avanzan sobre antiguas tierras agrícolas abandonadas, generando masas densas y vulnerables al fuego. Y cada verano, el resultado es el mismo: cientos de miles de hectáreas ardiendo, suelos degradados, fauna desplazada, comunidades enteras en shock.
Los estamos condenando por abandono, por políticas fragmentadas y por una desconexión urbana que nos ha hecho olvidar que el bosque no es un decorado ni un recurso turístico, sino un sistema vivo que sostiene agua, clima y vida rural.
El espejismo verde
En las últimas décadas hemos visto proliferar iniciativas, proyectos y campañas que prometen plantar millones de árboles. Y aunque la intención es loable, el problema no se resuelve plantando más si no somos capaces de cuidar lo que ya tenemos. La restauración ecológica no se mide en número de plantones, sino en su capacidad de regenerar suelos, atraer biodiversidad y mantener el equilibrio hídrico.
Plantamos sin suelo fértil, sin planificación, sin visión a largo plazo. Lo que debería ser regeneración se convierte en esfuerzos poco fructíferos.
En paralelo, la gestión forestal ha caído en una trampa burocrática. Las administraciones forestales, con recursos cada vez más limitados, apenas pueden atender la prevención, mientras las inversiones públicas se concentran en la extinción. Gastamos más en apagar que en evitar. Y mientras tanto, la población rural —la que durante siglos mantuvo vivos los montes— desaparece. En demasiados pueblos, ya no hay quien limpie los cortafuegos, quien gestione el monte bajo o quien aproveche la biomasa.
Los bosques que no cuentan en el PIB
Hay algo profundamente equivocado en un sistema económico que no reconoce el valor de los bosques más allá de su madera. Los ecosistemas forestales capturan CO₂, filtran el agua, moderan las temperaturas y sostienen la vida silvestre. Pero en la contabilidad nacional, todo eso sigue siendo invisible.
Hasta que un incendio lo destruye, y entonces sí aparece como pérdida.
La paradoja es dolorosa: solo cuando arden, los bosques entran en nuestras cuentas.
Necesitamos reescribir la forma en que entendemos su valor. Los bosques no son un gasto ni una carga: son infraestructura natural esencial. Cada hectárea restaurada es un activo climático, una inversión en resiliencia, un escudo contra la desertificación. Con el 74% del territorio español en riesgo de desertificación, el país no puede aspirar a liderar la transición ecológica mientras deja morir su territorio más esencial.
Una visión regenerativa
La buena noticia es que sabemos qué funciona. Lo vemos en proyectos que combinan ciencia, tecnología y arraigo local; en comunidades que vuelven a gestionar sus montes; en modelos que generan empleo rural digno y devuelven vida a suelos agotados.
La regeneración no es una utopía: es un cambio de mirada. Supone pasar de “plantar árboles” a “restaurar ecosistemas”, de “compensar carbono” a “revivir territorios”.
En ese sentido, algunas iniciativas pioneras están demostrando que es posible conectar acción climática con desarrollo rural. Que la reforestación puede medirse en toneladas de CO₂, pero también en puestos de trabajo, en beneficio hídrico, en biodiversidad que vuelve. Que los bosques del futuro no se gestionarán con nostalgia, sino con ciencia, tecnología y comunidad.
El bosque como espejo
Preguntarse qué ocurre en nuestros bosques es, en el fondo, preguntarse qué ocurre con nosotros. Con nuestra forma de habitar el territorio, de consumir, de planificar, de mirar al campo desde la ciudad. Los incendios, la pérdida de biodiversidad o la erosión no son fenómenos naturales inevitables: son el reflejo de un desequilibrio social y económico.
Si queremos que los bosques sigan siendo nuestros aliados, debemos devolverles su lugar en el centro de la acción climática. No como paisajes a proteger, sino como sistemas vivos a regenerar.
Porque en la salud de nuestros bosques se juega la nuestra.
Y lo que está ocurriendo en ellos —silenciosamente, día tras día— debería preocuparnos mucho más que el humo de cada verano.