El proceso de erosión democrática suele, por tanto, seguir un libreto preestablecido, teniendo como fin último la limitación del control político a gobiernos y, en consecuencia, la ampliación de los poderes de los ejecutivos. Así, el deterioro se expresa de diferentes formas: limando o directamente anulando la actuación de órganos de control tales como los tribunales de cuentas, los órganos de transparencia y acceso a la información pública, las defensorías del pueblo y, en general, cualquier institución cuya función sea precisamente la de supervisar la acción de los gobiernos. Tambien se expresa, por tanto, en la limitación de la división de poderes, con intentos más o menos exitosos de instrumentalización del poder judicial y de limitación de su capacidad para ejercer su función con independencia. De igual forma, y en esta misma lógica, se reduce el espacio público, limitando especialmente la libertad de expresión y asociación y reprimiendo y/o controlando a los medios de comunicación y a los movimientos sociales.
Este es el protocolo de la erosión de la democracia que se está llevando a cabo, con distintos alcances y expresiones, en muchos países. La novedad es que en su versión completa o en algunas de sus partes, este proceso por primera vez aplica no solo a los países que accedieron recientemente a las democracias, como algunos del Este de Europa o unos cuantos de América Latina, sino también a aquellos que cuentan con democracias más que consolidadas, como es el caso de Estados Unidos. Más allá de las profundas diferencias entre unos y otros, y de la resiliencia que presentas los sistemas con instituciones democráticas consolidadas, parece claro que el apoyo a la democracia liberal representativa es más bajo que nunca.
Sobre todos estos temas discutimos recientemente en el VII Congreso de Estudios del Dearrollo, celebrado en Madrid en mayo y orientado precisamente a debatir sobre “Transiciones justas y pactos para el desarrollo sostenible”. Así, entendimos que la erosión democrática constituye, a nivel global, una de las dimensiones de las policrisis que caracteriza nuestra época, marcada por profundas transformaciones sociales, tales como la revolución tecnológica imparable, por los cambios en los sistemas productivos y laborales y sus impactos en formas de vida, por tensiones profundas asociadas a la vivienda, al turismo, a la movilidad, a la vida en la ciudad y en el ámbito rural, entre otros. Para algunos, son estas tensiones y transformaciones sociales, y especialmente las derivadas del avance imparable de la tecnología, las que impactan de forma directa en la intermediación política y las que explican, por tanto, la crisis de la democracia en tanto crisis de representación. Así, los partidos tradicionales se diluyen y desintegran mientras avanzan nuevos grupos políticos, especialmente de extrema derecha, poco alineados con los derechos y las prácticas democráticas. Las formas de comunicación política tradicionales se sustituyen, sobre todo entre los sectores más jóvenes, por las redes sociales, donde campan a sus anchas los bulos que facilitan la polarización política.
Para otros la crisis de la democracia es sobre todo una crisis de resultados. La inefiencia o carencia de políticas públicas que reduzan desigualdades y generen bienestar, o que provean seguridad, constituyen una potente explicación de la falta implicación de los ciudadanos con un modelo político que nos les ofrece futuro. La pérdida de compromiso con la democracia como sistema afecta especialmente a los más jóvenes, cansados muchos de ellos de jugar a un juego en el que siempre pierden. Mas que seguir manteniendo el marco de la crisis de la democracia liberal quizá convenga orientar el debate hacia su revisión y (re)construcción, promoviendo no solo la reconstrucción de los pactos rotos, sino sobre todo la inclusión en la conversación sobre el futuro de la democracia de los que serán sus protagonistas.