No lo sé, y la cosa no parece que tenga buenas perspectivas. Seis años después de que en 2015 se aprobaran entusiásticamente los Objetivos de Desarrollo Sostenible y los Acuerdos de París contra el cambio climático seguimos estando en un punto de partida al que nunca deberíamos haber llegado y desde el que hemos avanzado nada. Nos enfrentamos, en tiempos de perenne crisis y pandemia irreductible, a uno de los cambios mas importantes en la historia de la Humanidad: la globalización en un mundo digital. Vivimos un cambio de época y un proceso repleto de interrogantes y de incertidumbre, enfrentados a convulsiones azarosas frente a las que los humanos nos encontramos desprotegidos y a la intemperie. Convivimos, mal que bien, con problemas que debemos aprender a solucionar y atesoramos una todavía creciente desconfianza en las instituciones, los gobiernos, las empresas y los medios de comunicación. Tengo la impresión de que estamos a verlas venir, sin hacer nada o muy poco, como si esperásemos un mágico advenimiento que lo solucionase todo.
Me refugio y releo el “Discurso sobre la dignidad del hombre”: “Te he situado en la parte media del mundo para que desde ahí puedas ver más cómodamente lo que hay en él. Y no te hemos concebido como criatura celeste, ni terrena, ni mortal ni inmortal, para que, como arbitrario y honorario escultor y modelador de ti mismo, te esculpas de la forma que prefieras”. Este texto, escrito a mediados del siglo XVI por Pico dell’a Mirandola, es una síntesis magistral del ideario del hombre renacentista, que toma como inexcusable punto de partida la libertad. Quinientos años más tarde, hoy parece renacer (y debemos atizar ese fuego) un cierto movimiento humanista que vuelve a situar a las personas en el centro del Universo, un lugar y una responsabilidad de la que -digan lo que digan- nunca debimos abdicar. Muchas veces nos hemos engañado (¿conscientemente?) marcándonos como objetivo formar adultos competitivos, preparados para “cazar oportunidades” y dispuestos siempre para alcanzar un éxito inmediato que parecía no tener fin. Y nos hemos olvidado de educar personas capaces de alcanzar la serenidad, que busquen la excelencia y atesoren conocimientos que les permitan disfrutar de la vida y de los bienes culturales con independencia del trabajo que realicen.
El ejemplo, el buen ejemplo, es un modelo de comportamiento, personal y profesional, que debería exigirse a todos los que trabajan en una empresa o en cualquier institución, más cuando se sirven los intereses públicos. Ante la creciente pérdida de confianza en dirigentes, empresas e instituciones, aparece la transparencia como un “nuevo imperativo social” en palabras del filósofo Byung Chul-Han. Rendir cuentas nunca es una humillación sino una señal de respeto, y quien ostenta el poder es siempre tributario de responsabilidad. La empresa, y sus dirigentes, como también los líderes políticos (que se olvidan de ofrecernos los ideales que no tienen), deben ser protagonistas principales en la creación de la consciencia del mundo actual y en la construcción de un camino de ida y vuelta que nos dirija, como anhelan los ciudadanos, hacia el progreso y a un modelo de desarrollo que nos libere de iniquidades y satisfaga las necesidades humanas, que no otra cosa es el bien común. Muchos estamos convencidos de que esa ruta -sin atajos y sin precipicios- pasa por la responsabilidad social, la estrategia imprescindible para conseguir el ideal de un mundo diferente, más justo y mejor, trufado de exigibles comportamientos éticos; sin ellos difícilmente pueden ilusionarse y dirigirse personas que se basen en relaciones de confianza. No habrá porvenir para nadie sin una conducta empresarial, personal o institucional que no sepa exigirse, se olvide de cumplir sus compromisos y no presente periódicamente cuenta cabal de sí misma.
La persona -globalizada o no- tendría que ser capaz de esculpirse a si misma, de la forma que prefiera y con las ayudas que demande o necesite, pero siempre con derecho a equivocarse, el más humano y sagrado de todos los derechos, y al que ninguna Declaración Universal ha sabido dar cobijo y presencia. Toda vida humana es una larga senda de rectificaciones y aprendizajes interiores, y es hora de ponerse a la tarea porque estamos, definitivamente, en un tiempo nuevo. Decía Arthur Miller que una época termina cuando sus ilusiones básicas se agotan, y eso ya ha sucedido.