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El laboratorio de ocurrencias que anida en el Palacio de la Moncloa, sede de la Presidencia del Gobierno, no para de alumbrar conceptos ampulosos que quedan deslucidos poco después. Cabe la posibilidad de que no cumplan porque no los entienden, aunque lo más probable es que los lancen sólo para ganar el efímero titular del día. Uno que vale la pena comentar es el que consagró la cogobernanza como modelo idóneo para gestionar, no sólo los avatares de la pandemia, sino el modelo político e institucional descentralizado que fija la Constitución. La cosa se escenificó durante algunas semanas con la celebración de reuniones cuasi semanales entre el jefe del Ejecutivo y los presidentes de las diecisiete comunidades autónomas, más los de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, pero la sensación es que dieron más espectáculo que frutos, aunque no es seguro que por eso dejaran de celebrarse.

La realidad es que, más allá de algún exabrupto episódico, del tipo quítate tú, que me pongo yo, lo de gobernar juntos no ha tenido mejor recorrido que el habitual; es decir, ninguno, ni por la excepción de la pandemia ni, a lo que se vislumbra, para encarar sus derivadas… hasta llegar a lo que, de forma un tanto cursi, se bautizó nueva normalidad. La crisis sanitaria ha constatado que el país no cuenta con un sistema de salud, sino con diecisiete, en realidad dieciocho, uno por comunidad autónoma y otro compartido por los enclaves al otro lado del Estrecho. Todo, con un ministerio central cuyo alcance competencial no está determinado con claridad. Así, tras una primera fase -estado de alarma 1- en que el gobierno central tomó en exclusiva las riendas, las subsiguientes etapas -incluida la vigente alarma 2- han discurrido bajo el criterio privativo de cada administración territorial, con una coordinación más gestual que efectiva en el consejo interterritorial.

Sin entrar a diseccionar estrategias, efectividad epidemiológica y consecuencias socioeconómicas de lo que ha hecho cada uno, la ausencia real de cogobernanza se está manifestando con reprochable crudeza en el proceso de vacunación: cada comunidad autónoma va por su lado, presenta índices de inoculación enormemente dispares y se ajusta poco o nada a las -por cierto, cambiantes- pautas que fija el Ministerio de Sanidad. La evidencia, sin embargo, no desanima al ejecutivo central, con Pedro Sánchez a la cabeza, que continúa presumiendo altos porcentajes de inmunización en verano. Además de -como en casi todo- aseverar hoy distinto que ayer, sigue siendo llamativo que comprometa objetivos que no dependen de él. ¿Qué dirá cuando no se alcancen?

Sin pretensiones futurólogas, es fácil prever el discurso veraniego que aguarda. Si los vacunados hasta julio y agosto no suman los 25 y 33 millones respectivamente comprometidos, la trama mediática enfatizará que el gobierno central ha cumplido su obligación de comprar y repartir los viales, pero han fallado los sistemas de salud autonómicos a la hora de administrarlas a la población. Lo que, sin apenas duda, abrirá un cruce de réplicas e imputaciones, quizás con mayor impedancia que los ya acumulados desde que el maldito bicho apareció.

Un principio de buen gobierno en situaciones de crisis es generar confianza en la población. Pasa, en primer término, por hablar claro y, más aún, decir la verdad. La claridad del mensaje es clave para convencer a los ciudadanos de que, si no control, al menos existe un conocimiento suficiente sobre lo que está pasando. La veracidad es crucial para conjurar bulos, rumores o, como está de moda señalar en estos tiempos, fakes. Es evidente que ni lo uno ni lo otro se ha logrado. La abundancia de contradicciones, los errores estadísticos y los pronósticos desmentidos han rebasado el umbral de la credibilidad. Y, para acabarlo de completar, se han incumplido todos los requisitos de transparencia y se niega empecinadamente una evaluación neutral de lo actuado, destilando un inaceptable tufo de impunidad.

Con todo, la cogobernanza, de ser real, podría constituir un método interesante para conducir el estado de las autonomías hacia zonas de mayores y mejores eficiencia y efectividad. La pandemia ha puesto a prueba muchas cosas, entre ellas la capacidad de cooperación e incluso lealtad entre los distintos niveles en que está organizada la administración pública española: central, autonómico y municipal. No sólo entre ellos, que también, sino muy especialmente entre los entes territoriales, con vergonzantes muestras de anteponer la rivalidad político-partidista a la racionalidad de la gestión. Quizás lo que más corresponde cuestionar sobre el modelo, no sea tanto la descentralización competencial, cuanto la pervivencia de una parte del gobierno central -determinados ministerios- que ni siquiera sabe, puede o quiere ejercer labores de coordinación, armonización o simple coherencia entre las medidas adoptadas. ¿Para qué sirve, pues?

Esa especie de autismo administrativo ha sido, está siendo, trascedente para hacer frente a la Covid 19, pero lo será más, si cabe, para cuando la amenaza del virus se desvanezca y toque emprender lo que algunas cabezas pensantes ya han decidido llamar reconstrucción. Entonces, más que cogobernar, convendrá sumar… incluso desde la tan a menudo ignorada parte civil de la sociedad.

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