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Los cuatro años de la administración Trump han sido trágicos para los Derechos Humanos. Con la victoria de Joe Biden y Kamala Harris, los expertos se plantean qué cambios sustantivos se avecinan para las políticas de Derechos Humanos de Estados Unidos, tanto a nivel mundial como nacional. Durante la presidencia de Donald Trump se llevaron a cabo importantes cambios que no sólo limitaron el papel de los EE.UU. en la protección de los derechos humanos globales, sino que también supusieron violaciones graves a los derechos humanos en el ámbito nacional.

Durante la presidencia de Trump, Estados Unidos se retiró del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, cortejó y apoyó abiertamente a líderes autoritarios, separó a los migrantes que llegaban a la frontera de Estados Unidos y retiró fondos a las ONG internacionales que promocionan o prestan servicios de aborto. A nivel nacional, las políticas del presidente Trump han sido igualmente atroces. Desde alimentar tensiones raciales a prohibir que personas trans se alistaran en el Ejército, la presidencia de Trump ha llevado a cabo una agenda contra los derechos humanos de millones de americanos.

Es probable que una administración demócrata promulgue cambios que a nivel internacional reviertan en buena medida las políticas de Trump y continúen el legado de Obama en cuanto a involucrar a las instituciones multilaterales que promueven una agenda pro derechos humanos. Sin embargo, hay más dudas sobre los cambios significativos en la política nacional que podemos esperar de la presidencia de Biden. Si bien no hay duda de que el presidente, junto con la primera vicepresidenta mujer y negra, apoyará a las comunidades minoritarias, LGBTI, mujeres y migrantes (hasta cierto punto), no está claro si veremos un cambio tangible en sus condiciones de vida.

Tenemos que entender que los derechos civiles y políticos han formado históricamente la pieza central de la democracia estadounidense, tanto en su forma constitucional como en las políticas para promover los derechos humanos en el exterior. La libertad de expresión en los EE.UU., por ejemplo, es casi ilimitada. De hecho, es uno de los únicos países sin prohibiciones contra el discurso del odio. Sin embargo, la creencia de los estadounidenses en que el gobierno no debe intervenir en la protección de sus libertades y sistema supuestamente democrático ha dejado los derechos socioeconómicos casi abandonados y ha contribuido a grandes desigualdades.

Estados Unidos es uno de los pocos países que no han ratificado el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, lo que crea retos en su reconocimiento y puesta en práctica en los tribunales nacionales. No sorprende que, según la OCDE, Estados Unidos tenga la quinta tasa de pobreza más alta entre los países miembros, después de Rumanía, y casi uno de cada seis niños vive con inseguridad alimentaria. El salario mínimo federal, que mantiene a muchos estadounidenses como trabajadores pobres, se ha estancado en 7,25 dólares por hora durante más de una década. Además, casi 30 millones de estadounidenses, según datos del censo de Estados Unidos, carecen de seguro médico, una violación del derecho a la salud según el derecho internacional. Estados Unidos es también el único país de la OCDE sin una ley nacional de baja parental remunerada, lo que crea una carga desproporcionada para los padres de clase trabajadora, especialmente las madres, y viola el derecho humano a la seguridad social. Quizás lo más preocupante es que la mayoría de los estadounidenses y sus políticos no ven estas penosas realidades como violaciones de sus derechos humanos.   

Los miles de millones de dólares que fluyen de grupos de presión, individuos y empresas a las cuentas corrientes de políticos y comités de acción gubernamental hacen que sea casi imposible el avance de causas progresistas, como la atención a la salud accesible para todos y una inversión sustancial en educación pública. Empresarios como los hermanos Koch, por ejemplo, han donado miles de millones de dólares en las últimas décadas para limitar al máximo la intervención estatal, sin importar el impacto devastador que esto ha tenido en la clase trabajadora estadounidense.

Todo esto hace casi imposible que los políticos defiendan un enfoque de gobierno verdaderamente centrado en los derechos humanos. Está por ver hasta qué punto el presidente electo Biden tiene el coraje, el interés y la energía para defender una agenda que promueva los derechos socioeconómicos y coloque a Estados Unidos en el camino hacia, en palabras de la Carta de las Naciones Unidas, “la afirmación de la dignidad y el valor de la persona humana”.

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