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“Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas”, leyó un poeta latinoamericano en una inscripción, y recordé la frase al reflexionar sobre el papel de la agroalimentación en nuestra realidad presente.Piensen qué pasaría si la crisis sanitaria fuera también alimentaria. El colapso nos haría entender, en nuestra Europa, el problema del hambre que persiste en amplias zonas del planeta.

Hasta el estallido de la pandemia, el futuro del sistema alimentario parecía escrito. En los países del primer mundo, y en muchos emergentes, el dualismo de la agricultura era creciente. Por un lado, se ha promovido un modelo de producción a gran escala deslocalizada hacia zonas de bajo coste para luego ser transportada a núcleos urbanos a gran distancia. Por el otro, parecen resistir producciones locales que tienden a estar predestinadas a nutrir nuevos nichos de consumidores responsables, en algunos casos de mayor poder adquisitivo. La crisis sanitaria ha socavado los fundamentos de esta dualidad. Ni la producción tenía que ser deslocalizada. Ni la producción local tiene que ser orientada a unos pocos.

Pero el presente es fruto de decisiones del pasado. El sistema agroalimentario europeo es resultado de los cambios dramáticos en la PAC. Tras la Segunda Guerra Mundial, a la Europa continental le costó casi 15 años construir una Política Agrícola Común. Aterrados todavía por el recuerdo de la escasez, los gobiernos fundadores diseñaron en 1958 un programa común cuyo objetivo era garantizar la seguridad de abastecimiento. Pero la memoria de la guerra era corta y donde antes se reconocía el carácter estratégico de la agricultura, más tarde se le empezó a ver, interesadamente, como un sumidero de subvenciones. A mediados de los noventa se instaló el mantra de la agricultura competitiva y orientada al mercado para justificar los acuerdos de la Organización Mundial de Comercio y, más adelante, una pléyade de acuerdos bilaterales de libre comercio. Ya en el presente siglo, las explotaciones agrícolas se encontraron con que tenían que contribuir a mitigar los impactos de su actividad sobre el clima. De esta manera una pequeña explotación no tenía que ser sólo competitiva, sino también ecológica para justificar que merecía ayudas directas y, más aún, para poder adaptar sus productos a las exigencias de la gran distribución.

Admitámoslo. Los sistemas agroalimentarios locales han sido sometidos a una presión sin parangón en las últimas décadas que ha llevado al abandono del cultivo a muchos productores. Pero menos mal que, a pesar de la insensibilidad de los mercados, todavía quedan en nuestro país miles de agricultores y ganaderos haciendo lo que saben hacer.

Piensen qué pasaría si la crisis sanitaria fuera también alimentaria. El colapso nos haría entender, en nuestra Europa, el problema del hambre que persiste en amplias zonas del planeta. Por el momento, en el viejo continente no ha habido tal emergencia, aunque ya se nota un cierto estrés sobre el suministro y muchas familias empiezan a percibir dificultades para ejercer su derecho a la alimentación por la falta de ingresos.

Si nos cambiaron las preguntas, me viene a la cabeza la frase de otro poeta, esta vez francés: “el futuro ya no es lo que era”. La agricultura no sólo es proveedora de bienes públicos ambientales, de biodiversidad y paisaje, como han venido pregonando acertadamente nuevas corrientes de opinión en Europa. La agricultura es, ante todo, proveedora de alimentos y su carácter estratégico es también un bien público. Como apuntó hace años un científico estadounidense, Marco Springmann, la humanidad tiene que afrontar la “otra verdad incómoda” de una necesidad creciente de alimentos en el planeta. Ahora hemos aprendido que apostarlo todo por el comercio internacional tiene sus riesgos, que hay que confiar en los sistemas locales, y que algo debe cambiar en nuestras políticas alimentarias para que sea posible. Mientras tanto, esperemos que la crisis sanitaria no se traduzca, con retraso, en una escasez de alimentos a nivel mundial. Estamos recibiendo una lección clave para las estrategias alimentarias de las ciudades y los países. Es una lección dura para la Unión Europea de la que esperemos la futura PAC tome nota.

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