Invertir en desarrollo social tiene un riesgo: si los beneficiarios no entienden en qué los va a beneficiar lo que estamos ofreciendo o simplemente no les resulta relevante, es una inversión sin impacto ni resultados. ¿Cómo podemos evitar este chorro de fondos malgastados que es tan común ver en el área social?
Los programas de desarrollo social en una fábrica, una comunidad, un país, tienen en común una línea de dirección: vienen diseñados y programados desde una fuente más “poderosa” (un donante, una empresa con programas de responsabilidad social, un gobierno, etc.) y van dirigidos a favorecer a actores con menos poder (trabajadores con salarios bajos, gente en situación de pobreza, mujeres en situación de vulnerabilidad, etc.). Por lo general este traspaso de fondos y conocimientos tiene que atravesar, también, un cruce de culturas y formas de ver y entender las cosas.
Lamentablemente se suele prestar muy poca atención a la diferencia entre “cómo decir algo” y “cómo decir algo para que el otro me entienda y le encuentre valor a lo que estoy proporcionando”. Esta falta de inversión de tiempo, pensamiento y observación de cómo el otro va a recibir lo que le doy, resulta un colador de impacto por el que se deslizan millones de fondos malgastados.
¿Y qué pasa si el beneficiario no encuentra beneficio en nuestra propuesta, no le es relevante? La apertura a los valores del otro no es fácil, porque rompe maneras enquistadas de operar y procesos administrativos casi mecánicos. Pero en estos casos, cómo involucramos al beneficiario para que nos guíe a encontrar una propuesta relevante, va a determinar el éxito o el fracaso de todo nuestro esfuerzo.
Revertir la verticalidad de los procesos de apoyo al desarrollo social no es tarea fácil. Pero chocarnos una y otra vez con los mismos obstáculos sin plantearnos como hacer las cosas mejor, hace todo mucho más complejo, y nos roba las ideas y la energía.