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Hace cinco años publiqué este artículo con motivo del accidente de Angrois. Hoy, en recuerdo y homenaje a las victimas, quiero recordarlo.

El futuro es un mundo extraño no es solo una afirmación sugerente; es también el título de un recomendable libro del profesor Josep Fontana en el que reflexiona sobre la crisis que nos abruma y nos mantiene sumidos en la desesperanza. La incertidumbre, que es nuestra única certeza, nos acecha sin descanso y, como un tumor desbocado, la crisis muda y se transforma de económica y financiera en social e institucional. La desigualdad se ha instalado definitivamente entre nosotros y, con este panorama, algunas veces la vida también nos castiga con avatares trágicos, con acontecimientos mucho más duros de lo imaginable que nunca deberíamos olvidar si de personas se trata: permanecer en la memoria de nuestros semejantes nos acerca a la inmortalidad porque ser recordados con afecto es –probablemente– el mayor anhelo y la más grande aspiración de cualquier ser humano.

Escribo cuando el verano se ha cobrado, una vez más, su anual tributo de sangre. Leo y releo los e-mails, los mensajes y los tuits siempre cariñosos de mis amigos, muchos no españoles, con motivo del trágico accidente de un tren Alvia en Santiago de Compostela y pienso en los muertos, en los heridos y en sus familias y amigos, en los miles de sueños ahora irrealizables y en los proyectos truncados de golpe por el brutal siniestro. Sufro un hondo y desgarrador vacío, y desprecio con todas mis fuerzas y sin exclusión a los carroñeros, sean sindicatos limpios, abogados oportunistas, periodistas, tertulianos todólogos que dicen saber de cualquier tema, malnacidos de toda ralea o fantoches varios que bajo diversos mantos se aprovechan de la desgracia ajena para arrimar el ascua a su sardina y, de rebote, buscar notoriedad y dinero fácil, y me entristecen los medios de comunicación que a esos impresentables les dan cobijo fácil y presencia pública. Y admiro emocionado a las personas sin nombre que lo dieron todo, jugándose la vida y sin esperar nada a cambio, para ayudar a los viajeros del tren dando ejemplo de solidaridad, entrega y comportamiento ciudadano. Me duele tanto el alma que no quiero pensar más ni en Bárcenas, ni en los ERE andaluces, ni en los políticos corruptos, ni en los que, sin serlo, son enchufados o ineptos y no pueden/saben dar respuestas ni encontrar soluciones a los problemas que nos devoran, o lo hacen tarde, mal y nunca.

Algunas veces la vida también nos castiga con avatares trágicos, con acontecimientos muy duros.

Al final de su extraordinaria reflexión Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013), Antonio Muñoz Molina escribe: “Hay que fijarse en lo que se ha hecho bien y en quienes lo han hecho bien para tomar ejemplo”. Y, claro, uno sigue el consejo del reciente premio Príncipe de Asturias y piensa, y se fija, en la gente de Angrois, en los vecinos de ese barrio que van a permanecer en nuestra memoria, desde ahora y para siempre, como ejemplo de arrojo, desprendimiento y solidaridad: fueron las primeras personas en llegar al convoy siniestrado, rompieron sus puertas y ventanas y, con evidente riesgo, pero sin pensar en el peligro, hicieron lo poco y lo mucho que estaba en sus manos, lo posible y lo imposible, y aún más, para rescatar de las retorcidas entrañas del tren a muertos y heridos, para salvar vidas e improvisar camillas, para trasladar a los lesionados más graves, para dar consuelo, donar sangre y abrigar el corazón a los que más lo necesitaban.

En el otro extremo, y más allá de quienes deban responder por delitos imprudentes, a los responsables –políticos o empresariales– hay que recordarles que las equivocaciones, sean las que fueren, nos deben ayudar a aprender y, en general, a no equivocarnos otra vez porque la gerencia debe ser la gestión lúcida del error. Aprendamos la lección porque ha sido demasiado grande la tragedia, para que nunca jamás pueda volver a repetirse.

Los habitantes de Angrois han demostrado tener, además de agallas, decencia común.

En junio de 1963, John F. Kennedy pronunció en Berlín un discurso emocionante que hizo historia. En plena Guerra Fría, el Yo también soy berlinés (“todos los hombres libres, vivan donde vivan, son ciudadanos de Berlín”) del entonces presidente de Estados Unidos se convirtió en símbolo de libertad frente a la opresión del bloque soviético y de resistencia contra el muro que dividía la capital alemana y que se había levantado tan solo dos años antes. Hoy, 50 años más tarde, las personas cabales, los ciudadanos decentes, la gente de a pie que busca cada día su pellizco de felicidad quiere ser de Angrois, un barrio de Santiago de Compostela que se ha convertido, por mor de la actuación de sus vecinos ante la tragedia, en símbolo del arrojo, del esfuerzo colectivo y compartido, del trabajo bien hecho y de la hombría de bien. Los habitantes de Angrois han demostrado tener, además de agallas, decencia común, la infraestructura moral básica que hace grandes a los pueblos y los transforma en inmortales.

“Yo quiero ser de Angrois” es hoy el grito esperanzado de la gente que piensa y actúa como ciudadanos libres, solidarios y comprometidos que practican y crecen en la razón, como personas que más allá de diferencias de credo, raza o adscripción política han hecho suya aquella antigua sentencia de Séneca que comprime el sentido último de cuanto decimos y la larga batalla que hemos de librar cada día por el ser humano: “Homo homini sacra res”, cosa sagrada es el hombre para el hombre.

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OpiniónAngrois

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