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Hace unos días escribía sobre el propósito de la empresa. Y un amigo me preguntó si esta era la nueva versión de los objetivos, o de la misión, o de la visión… Le dije que no; para mí, era otra manera de explicar qué es la misión, a partir de lo que la sociedad espera de la empresa (y lo mismo de otras organizaciones). Pero, claro, me preocupó, porque me parece que ya hemos entrado en la enfermedad, contagiosa, progresiva e incurable, en que caemos los académicos, consultores, formadores y asesores, de cambiar un nombre para que tenga un sentido nuevo, de modo que podamos decir que eso es lo que todas las empresas serias deben hacer, y vendérselo a los directivos.

El propósito corporativo es ahora el nuevo marco mental en que se mueven las estrategias, políticas y acciones de las empresas. Está formado por aspiraciones ambiciosas, que todos deben compartir en la empresa, algo claro y definido, capaz de mover a todos hacia algo que vale la pena, capaz de unir voluntades… Suena bien, pero no me lo acabo de creer. Por eso hablo en el título de esta entrada de “misiones pequeñitas”.

¿Qué es una misión pequeñita? Eso, una misión sin aparentes pretensiones. Tengo una pequeño supermercado en una gran ciudad, con unos pocos empleados. Trato de atender bien a mis clientes, que se fían de mí, porque no les engaño y les ofrezco precios justos, entre otras razones porque ellos no pueden pagar precios mayores. Me llevo muy bien con casi todos los comercios próximos, que compartimos clientes y competimos por su dinero, pero que vendemos cosas distintas, de modo que somos medio competidores y medio complementarios. Procuro que mis empleados tengan horarios decentes; no lo consigo, claro, porque, al final, los clientes necesitan que tengamos abierto el establecimiento hasta última hora del día. Les pago salarios de convenio; no puedo pagarles más, de verdad, y si quieren les enseño mi cuenta de resultados. Pero no me importa si se llevan el pan que sobra o un par de latas de conservas para su cena. ¿Cuál es mi misión? ¡Uf! Ya lo he dicho todo…

Eso no lo calificarán los gurús de propósito corporativo; no llega; es solo una misión pequeñita. Pero me sirve para ganarme la vida, prestar un servicio a los clientes, a los empleados y a la comunidad local; para no ser atropellado (demasiado) por los inspectores de Hacienda y para dormir bien, aunque a veces con sobresaltos. Y ni siquiera podré esperar que mi entierro sea una gran manifestación de duelo en el barrio, porque, probablemente, los interesados no se enteren hasta que, quince días después, pregunten por mí y la cajera les diga: “pobre, le enterraron hace dos semanas”. Y entonces derramarán una lagrimita, o dirán unas palabras amables, que serán el reconocimiento de que mis “pequeñas misiones” valían la pena. Lo pequeño sigue siendo hermoso…

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