En un sentido amplio, la Real Academia Española define este término del siguiente modo:
Se propone por tanto el concepto de resiliencia aplicado a la economía y los negocios por medio de dotar al entorno y a los actores que operan en él de recursos y capacidades para “adaptarse y soportar frente a los impactos negativos que una actividad empresarial podría causarles”.
Pero, ¿hasta qué punto este concepto no es un pasaporte hacia la irresponsabilidad?
Supongamos que en una empresa, el área de Recursos Humanos trabaja con sus colaboradores para que se ejerciten en su capacidad de soportar exigencias y tratos que están en el límite del mal trato, o aún peor, que configuran lisa y llanamente malos tratos. Una industria radicada en una localidad decide trabajar con la comunidad próxima para que los vecinos estén mejor preparados frente al impacto negativo que genera por el uso intensivo de agua en su procesos productivos, ofreciendo a los vecinos la instalación de bombas hogareñas que mejoren el acceso al agua y brindando talleres que los instruyan sobre el buen uso doméstico de este recurso tan preciado.
¿En ambos casos que son de la vida real, no deberían las empresas antes de cualquier otra cosa hacer todo lo que esté a su alcance para evitar que esos impactos negativos se generen?
Por tanto, cada vez que se promueve la resiliencia como concepto, se lo debería hacer en el marco de iniciativas en las que las industrias y sus empresas gestionan sus impactos responsablemente bajo criterios preventivos de gestión de riesgos que eviten tener que pedirle a los públicos afectados por sus impactos negativos que se hagan cargo de los costos que ellas no quieren afrontar.
El balance del entorno es un imperativo para una competitividad sostenible, y las industrias y sus empresas deben invertir en lograr dicho balance, pero sólo será duradero en el tiempo si se basa en un diálogo sincero, en compromisos honestos y en valores compartidos y respetados por las partes involucradas.