“Pedir profundas disculpas a la sociedad y a nuestros casi 10 mil trabajadores por los graves errores cometidos por ex dirigentes” se lee en un párrafo del comunicado que la corporación Odebrecht emitió esta semana. Sin intención de entrar en los vericuetos de las trama, cito el caso de corrupción más grave de los últimos años en Latinoamérica [Petrobras & Odebrecht] para llamar la atención sobre una práctica ilegal que ha cobrado una peligrosa dimensión para los estados y empresas

A los gobiernos les produce pérdidas millonarias y desconfianza ante sus ciudadanos. A las corporaciones les destruye su mayor activo intangible: la credibilidad.

El caso Petrobras & Odebrecht ya remeció Brasil los años pasados, y ahora destapa las alcantarillas de otros gobiernos y corporaciones en Latinoamérica: Argentina, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú, República Dominicana  y Venezuela. El  entramado es gigantesco; involucra a presidentes, ministros, vice ministros y directivos empresariales de diversas compañías subsidiarias. Incluso la comisión investigadora del Congreso peruano llamará a declarar a representantes del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y de la Cooperación Andina de Fomento (CAF) para que expliquen su  asociación con Odebrecht.

En el caso del Perú, los pagos ilegales empezaron en 1988, y se ha replicado en los sucesivos gobiernos; de izquierdas o derechas, hasta el año 2015.  Según documentos publicados en diciembre por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, Odebrecht admitió pagos de unos  US$788 millones en sobornos a funcionarios de 12 países de América Latina y África. En compensación la firma se comprometió a pagar US$ 2.600 millones a los gobiernos de Brasil, Estados Unidos y Suiza. También la empresa Braskem -filial de Odebrecht- entregará US$ 957 millones. Entre ambas firmas pagarán un aproximado de US$ 3.500 millones.

Hasta hoy los focos de la prensa y la ciudadanía se centran en los dirigentes políticos y funcionarios gubernamentales, relegando el papel de los empresarios a un segundo plano; como si existiera cierta tolerancia con ese gremio. Las iras caen sobre los corruptos, y no tanto sobre los corruptores, aunque ambos tengan la misma responsabilidad social y legal. Incluso desde el estado: los fiscales y jueces parecen tener un trato distinto con los imputados por corrupción, si éstos pertenecen a una corporación. “No entiendo cómo a estas alturas no se ha iniciado investigaciones contra representantes de la empresa [Odebrecht]” declaró esta semana Ronald Gamarra –catedrático y ex procurador peruano- al diario Perú 21.

Este enfoque en unos, y desenfoque en otros, no parece casual; probablemente tenga que ver con el manejo de la información por parte de la prensa más tradicional. En Perú, como lo demostró un informe de Ojo Público, los accionistas del principal grupo de comunicación (El Comercio) son también de una empresa constructora (Graña & Montero) ligada en algunos proyectos a Odebrecht. Por su parte, el reconocido periodista Gustavo Gorriti denunció esta semana que  el  Instituto Prensa y Sociedad (IPYS), una red latinoamericana de periodistas de investigación, recibió de Odebrecht entre el 2014 y 2015  cerca de 260 mil dólares como “auspicio” a un premio nacional de periodismo. Aunque es una práctica legal, esta donación es cuestionable por cuanto desde el 2013 se sabía que Odebrecht estaba siendo investigada.

Odebrecht, como otras grandes corporaciones, pregona contar con una gestión de Responsabilidad Social. Cuenta con un Balance Socioambiental, una Política de Sostenibilidad muy bien redactaba. Un Código de Conducta de 20 páginas, y una Línea de Ética que establece: “La actuación ética, íntegra y transparente es fundamental para que generemos resultados tangibles e intangibles en nuestros negocios”. Letra Muerta, como dice un refrán. Esta decepción se suma a otros casos similares que lamentablemente minan el prestigio de otras empresas que sí trabajan con seriedad su ética empresarial y su responsabilidad social.

Los gremios empresariales, que velan por los intereses corporativos, deberían sancionar a las empresas que practican la corrupción, o cometen ilegalidades. En el caso de Odebrecht, si bien ha reconocido sus delitos y pedido disculpas –lo cual es rescatable- hace falta una restructuración total; no ya de sus directivos, sino de sus valores empresariales, de su ética. Solo así será posible un cambio serio, no solo para esa organización, sino para cualquier otra involucrada en casos de corrupción. La inversión en los valores es mucho más barata; mucho más importante, y mucho más responsable que cualquier multa o indemnización, por más cuantiosa que ésta sea.

Los principios éticos -a veces menospreciados como “idealismos”- constituyen un eje central y pragmático para acabar con la corrupción, que horada todos los estamentos de la sociedad. Es evidente que las sanciones más temibles no disuaden a los corruptos. La presión ciudadana, otra vez, constituye un ente fiscalizador ante la debilidad del poder estatal… aunque en este tema quede mucho trabajo por hacer. Es probable que el ciudadano de a pie castigue a los partidos corruptos con su voto; pero no deje de comprar una casa, por ejemplo, a una empresa corruptora. Una paradoja que debe cambiar si se quiere erradicar ese lastre social, arraigado en todas las comisuras del tejido social.

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