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"Cuando aumenta la complejidad es más difícil mantener la coherencia," dice Richard Sennet. No son buenos tiempos para la coherencia, pues la complejidad nos rodea por todas partes y el recurso a la ocurrencia, los atajos, las soluciones rápidas y con efectos especiales, suelen proliferar en exceso. No estamos siendo coherentes en temas tan complejos como el cambio climático, el desarrollo de la inteligencia artificial, el teletrabajo, la salud mental, la educación o los cambios que se están operando en nuestros hábitos como consecuencia del uso intensivo de internet y las redes sociales, por citar algunos.
Territorios protegidos frente al delirio mercantilista

Perdemos la coherencia cuando nos olvidamos de contribuir al bien común con las soluciones e intervenciones que realizamos, porque cada una de ellas hace su declaración de independencia, para demostrar su supremacía y captar la atención, sin mirar a su alrededor y buscar la complementariedad. El resultado es una amalgama de intervenciones, cada una de las cuales soluciona una parte del problema pero genera nuevos males.

La educación de nuestros niños y jóvenes es un bien común, un fin que todos debemos proteger. Para cumplir con él hay diferentes alternativas. Desde algunos segmentos, que por desgracia son los predominantes, se defiende con ahínco la introducción de la tecnología en la educación, como herramienta imprescindible para preparar a los jóvenes para el futuro.En base a esos argumentos, muchas escuelas y centros educativos ansían ponerse la medalla y distintivo de escuelas innovadoras, digitales, tecnológicas, disruptivas… adoptando prácticas y medidas, que no siempre garantizan la mejor educación, entendida esta como el desarrollo de personas para convertirse en ciudadanos en una sociedad democrática. Es el caso de muchas de las que han optado por acceder al distintivo de Google Reference Schools, usando en su trabajo cotidiano el software y hardware de este gran gigante tecnológico e impulsado la certificación del personal educativo como Google Trainer.

Sin embargo, estas prácticas tienen otras consecuencias, que para nada contribuyen a la educación de los niños, sino más bien a su explotación. En 2019, Google fue condenado por el Estado de Nueva York por recopilar y hacer uso indebido de los datos personales de niños y niñas adquiridos a través de soluciones tecnológicas educativas implementadas en sus escuelas. Estas soluciones monitorean los comportamientos de sus usuarios, menores, extraen datos de ellos, que no tienen relación con propósitos educativos. Parece ser una práctica habitual de este tipo de corporaciones digitales globales, que acaban convirtiendo a los centros educativos en “proveedores de datos” de sus alumnos, que luego venden y se usan para predecir comportamientos. Esta información es un tesoro en manos de agencias de publicidad, desarrolladores de apps, empresas de consumo masivo, etc.

Los centros escolares configuran para los alumnos la instalación forzada de un listado de aplicaciones de terceros, de las que ni los alumnos, ni los padres, son conocedores, ni saben de sus peligros. Recientemente, la Agencia Española de Protección de Datos ha condenado a una escuela por una de estas prácticas, el uso de Chromebook, sin informar a los padres[1]. Algunos investigadores[2] consideran que debería aplicarse un principio de “cautela tecnológica” en la educación, dado que existen dudas razonables en cuanto a la garantía de protección de los derechos de los menores en el ámbito escolar.

Estamos rodeados de incoherencias, porque nos enfocamos solo en el síntoma y su solución inmediata, sin profundizar y reflexionar sobre sus causas, las consecuencias futuras, o como afecta la solución a diferentes fenómenos o partes implicadas. No se puede adoptar una solución tecnológica en un colegio sin tener en cuenta como afecta a la seguridad de los datos de los menores que la utilizan, qué tipo de hábitos de conducta y consumo va a impulsar entre ellos, cómo va a influir en la conformación de su forma de pensar y estar en el mundo. A este respecto, Nicholas Carr lo retrata muy bien en su libro “Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?”: mientras el libro impreso ayuda a centrar nuestra atención, fomentando el pensamiento profundo y creativo, Internet fomenta el picoteo rápido y distraído de pequeños fragmentos de información de muchas fuentes, lo que da lugar a un pensamiento acelerado y superficial. 

Si como centro educativo tenemos un aliado tecnológico, debemos pensar si este va a priorizar la educación de nuestros niños sobre sus intereses comerciales, así como qué tipo de educación va a promover y cual va a impedir. No me parece que las empresas tecnológicas tengan mucho interés en promover la educación del pensamiento crítico, más bien el acrítico, ni la voluntad, sino más bien la impulsividad.

Nos precipitamos con los titulares y los golpes de efecto, buscando captar o desviar la atención, ganar en popularidad e imponer una única visión. Un ejemplo, que se repite por doquier, es el que asocia la digitalización con la sostenibilidad ambiental, alegando que las soluciones digitales generan un menor impacto medioambiental gracias a un menor uso de papel. Se suele ocultar o restar importancia al hecho de que los servicios e infraestructuras que requiere el procesamiento de estos datos producen un alto consumo energético[3]. Otro, muy habitual en el mundo de la educación, consiste en promover el uso de herramientas tecnológicas para fomentar el “trabajo colaborativo”. La realidad es que esa colaboración se reduce a lo operativo, a volcar datos a un mismo trabajo dentro de una plataforma, intercambiar mensajes o información en la misma, hacer partes distintas de un trabajo dentro de un mismo espacio virtual, cada uno desde la soledad de su ordenador. No hay encuentro humano, conversación cara a cara, aprendizaje en interacción real. No se fomenta el compartir espacios físicos, vida, conversación, debate, sino el compartir el uso de una tecnología. 

Con tanta solución precipitada, interesada, poco reflexionada, en la que prima el utilitarismo y la eficacia a corto plazo estamos siendo presas del delirio. Es delirante la senda productivista que ha tomado la actividad científica, el periodismo de titular y efectista, la educación gamificada, el cuidado de la salud mental a través de chatbots. Son delirantes porque la cantidad hace mucho que fagotizo la calidad, porque la transcendencia ha sido arrasada por la utilidad y porque el beneficio económico ahoga a la función social.

En una entrevista para el periódico La Nueva España[4], a finales del 2022, Iñaki Gabilondo, reclamaba un territorio protegido del delirio para el periodismo, argumentando que es una actividad esencial para la democracia, que ayuda a entender el mundo en el que vivimos y nos hace tomar consciencia de nuestra responsabilidad en él como sus habitantes y ciudadanos. El periodismo no puede caer en el culto al like, en escribir y publicar solo para obtener atención, “me gustas”, publicidad, ingresos. Iñaki Gabilondo considera que la función social del periodismo es también publicar lo que no gusta, lo que nadie quiere oír o ver pero que tiene el derecho y el deber de ver, escuchar y saber para poder ejercer su condición de ciudadanos.

Me parece necesario hacer extensivo este llamamiento a establecer “territorios protegidos” para la educación, la salud mental, la investigación científica o la cultura, por citar algunos campos de protección contra el delirio mercantilista. Espacios protegidos de intereses comerciales, de prácticas que desvirtúan su función social, que dañan al ser humano. Espacio protegidos que garanticen la sostenibilidad a largo plazo de su propósito, de su contribución al bien común. Espacios protegidos por el reconocimiento de los valores que promueven para el bien de la humanidad. Espacios protegidos de la imposición de un pensamiento o modelo único y del sometimiento a un poder hegemónico.

No puede ser que, en aras de la eficiencia, la productividad, la digitalización o la innovación, las escuelas, como espacios físicos de interacción humana, se sustituyan por plataformas tecnológicas de uso compartido. El resultado sería niños educados para mantener relaciones puramente transaccionales, como son la mayoría de los intercambios en el mercado, en lugar de para mantener relaciones expresivas; así como convertir la educación en una mera acumulación e intercambio de datos e información, en lugar de fomentar el pensamiento, la reflexión, las relaciones humanas, la comunicación y la convivencia democrática.

No puede ser que el fin de la educación: formar seres humanos como ciudadanos que aporten lo mejor a la sociedad se transforme en formar a trabajadores para abastecer el mercado, en crear autómatas digitales que solo sepan convivir en plataformas tecnológicas.

 

[1] Fuente: Diario La Ley 04/04/24.  https://acortar.link/xtdSO6

[2] “Menores, privacidad y derechos humanos en la escuela. El caso de Google Workplace for Education en España. Rafael Rodríguez Prieto. Revista Derechos y Libertades. Número 50, Época II, enero 2024, pp. 199-224. DOI: https://doi.org/10.20318/dyl.2024.8240

[3] La huella de carbono digital aumenta anualmente un 8%; el uso de internet representa el 7% del uso total de electricidad a nivel mundial, tanto como uno de los 6 países que más electricidad consumen del mundo; en 2019 el mundo digital produjo casi el 4% de las emisiones mundiales de carbono, una cifra que ya supera las emisiones totales del tráfico aéreo civil en todo el mundo. Fuente: “El lado oscuro medioambiental de la digitalización: una perspectiva urbana. https://acortar.link/l8TzTu

[4] https://www.lne.es/sociedad/2022/11/13/inaki-gabilondo-impostado-circo-bronca-78503698.html

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