Aspirar a una vida mejor. Así se podría definir la justicia social, un término que, aunque parezca que convive con nosotros desde hace tiempo, aún no tiene la mayoría de edad y se reconoce como tal desde que el 26 de noviembre de 2007 la ONU declarara que cada 20 de febrero se celebraría el Día Mundial de la Justicia Social. Un año después, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) adoptó por unanimidad (10 de junio de 2008) la Declaración de la OIT sobre la Justicia Social para impulsar una globalización equitativa, en pleno auge de la globalización y a las puertas de la gran crisis económica que se inició en ese año y que para muchos se ha enlazado con la provocada por la pandemia de COVID-19.
Se puede decir que el término de Justicia Social nace vinculado al empleo y cómo a través de él las personas no solo nos podemos sentir realizados o nos ayuda a tener un plan de vida para nosotros y nuestras familias. Seguramente sea así, pero desde la comodidad que nos da vivir en un país desarrollado y con una economía consolidada, aunque sufra el impacto de la pandemia, el desempleo o la inflación. La ONU nos quiere recordar este año que para alcanzar la justicia social el camino más recto es a través del empleo formal y más del 60% de la población mundial empleada o lo que es lo mismo, 2.000 millones de mujeres, hombres y jóvenes, se ganan la vida en la economía informal. El COVID-19 ha aflorado la vulnerabilidad de los trabajadores informales que suelen carecen de cualquier forma de protección social o beneficios relacionados con el empleo, sobre todo en los países menos desarrollados. Por eso el acceso a un empleo digno es la llave para aspirar a una justicia social a la que todos deberíamos aspirar, independientemente de nuestro lugar de nacimiento.
La pandemia ha acrecentado la desigualdad que provoca la muerte de al menos una persona cada cuatro segundos, según el informe de Oxfam “Las desigualdades matan”, en el que se demandan “medidas sin precedentes para acabar con el inaceptable aumento de las desigualdades por la COVID-19”, en un momento en el que la riqueza de los 10 hombres más ricos se ha duplicado, mientras que los ingresos del 99% de la humanidad se habrían deteriorado. Pero la pandemia también nos ha dejado ver cómo las personas no se conforman con cualquier empleo y en Estados Unidos 50 millones de personas renunciaron a su empleo durante el año pasado, lo que se conoce como “La Gran Renuncia” bien porque no consideraban que les pagaran un salario digno, sobre todo los empleados menos cualificados, por sobrecarga de trabajo, porque no podían conciliar vida laboral y personal, por ansiedad o estrés o porque sentían que no estaban en la empresa adecuada.
Parece claro que el acceso a un trabajo decente nos ayuda a todos a disfrutar de esa justicia social, pero para alcanzarla también intervienen otros condicionantes que habría que superar como la erradicación de la pobreza o el hambre, disponer de acceso a agua limpia y saneamiento, contar con cobertura sanitaria, tener la posibilidad de una educación de calidad, erradicar el trabajo infantil o que la Declaración de los Derechos Humanos se cumpla. Desafíos que se incluyen en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), al igual que el trabajo decente. Por eso, no podemos desaprovechar la oportunidad de elevar la justicia social a nivel global, a través de la Agenda 2030. La justicia social la necesitamos y nos la merecemos todos.