La justicia social forma parte de un ideal ético universal, que no se identifica con otras formas de justicia. No sólo se ocupa de aquellos vacíos morales que produce el desarrollo científico y económico desde principios del siglo XX, sino del propio papel que debe adoptar el ciudadano. Por eso al final del documento de Pio XI, firmado un 15 de mayo de 1931, se apelaba incluso al sujeto individual en “conformidad con el ingenio, las fuerzas y la condición de cada uno, para tratar de hacer algo por la restauración cristiana de la sociedad humana”[1]. La justicia social es una cuestión de todos.
Estoy hablando de casi un sentimiento moral que permite captar aquellos desequilibrios sociales que ocultan indudables fallos morales. Por eso la justicia social persigue rectificar aquellas injusticias, previas y ocultas, que se desarrollan en el tejido social y que muchas veces pasan desapercibidas como si no tuvieran agentes que las produjeran. No se persigue dar a cada uno lo suyo, -como diría la justicia distributiva-, sino dar a cada persona aquello de lo que está injustamente privada y tiene absoluto derecho.
La justicia social tiene el esfuerzo añadido, más importante, de enfrentarse a los abusos poco éticos y ambiguos de los avances científicos y económicos y sus temerarios usos políticos, que convierten la vida de las personas en algo cada vez menos deseable. Todas estas circunstancias, que se han acentuado en la actualidad con la globalización y las nuevas tecnologías y sus procesos implícitos de innovación y cambio social, han acentuado los desequilibrios sociales y las desigualdades entre las personas. Porque, en efecto, si con la abundancia en el consumo se destruye el valor de las cosas y las personas, ahora, con el dato y su uso, se agrava el problema. Sin duda, hoy en día, son muchos los entornos en los que se trabaja y se vive, que limitan, coartan y frustran a los seres humanos en su deseo de confiar y cooperar entre unos y otros.
[1] Quadragesimo Anno, 147.