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Accede a la sucursal una persona mayor, y me pide ayuda para lidiar con el inevitable trámite digital a que obliga la máquina que domina la entrada, antes de poder ser atendido por alguno de los escasos empleados que quedan en oficina. Me recuerda otra situación vivida este verano, cuando una conocidísima (y maravillosa) playa se parceló, habilitándose una aplicación para reservas. El resultado: cientos de reservas diarias no aprovechadas ni canceladas, y cientos de personas mayores cargadas con sus enseres haciendo horas de cola, sin poder acceder una playa que se abría semivacía ante sus incrédulos ojos.

Son sólo dos ejemplos, anecdóticos, si se quiere ver así, de dificultades generadas por una tecnología que, en principio, está a nuestro servicio; pero lo cierto es que la digitalización, acelerada por la pandemia, impregna a gran velocidad todos los actos diarios, en una invasión  pacífica y, en su mayoría, positiva, que sin embargo deja un rastro de miles, cientos de miles de personas, con dificultades o incluso incapacidad para adaptarse, entender o aprovechar la tecnología, abriendo para ellas una brecha, en ocasiones insalvable, en sus posibilidades de acceso a bienes o servicios.

Y esto es una realidad, no sólo para algunas personas mayores y en momentos puntuales. La llamada brecha digital, o desigualdad digital, puede adoptar muy diferentes formas (de acceso, de uso, de aprovechamiento), y tener origen en muy diferentes causas (la edad, pero también el género, el territorio en el que se viva, el nivel económico y cultural, una discapacidad…) que, eso sí, comparten un rasgo común, como es la necesidad de combatirlas, reducirlas, eliminarlas, en una sociedad que tiende a una digitalización masiva y extendida a cualquier acto cotidiano.

Esa necesidad de luchar contra las brechas digitales se vuelve especialmente sangrante cuando es la propia administración quien, para acceder a servicios públicos, muchos de ellos básicos, perentorios (ayudas sociales para personas en riesgo de exclusión, servicios sanitarios, educación…) impone (digo bien, impone) su tramitación digital, que deja de ser una opción para constituirse en la única opción, generando bolsas de marginalidad añadida. Paradógicamente, las estadísticas europeas (DICE) indican que España está a la cabeza de Europa en digitalización de la administración, pero a la cola en cuanto a habilidades y competencias digitales de la población (incluidos los propios trabajadores de esa administración digitalizada). Pésima combinación. Es evidente que la administración debe corregir esta situación, y planes, a todos los niveles (Europeo, Estatal, de Comunidades Autónomas, de entidades locales), no faltan, si bien su efectividad está por ver.

Pero es una evidencia que también las empresas tecnológicas, aquellas que crean y ponen la tecnología en el mercado, tienen una responsabilidad en la generación de esas brechas digitales. Al respecto, la ciudadanía puede entender que, la brecha digital, es el inevitable precio a pagar por el progreso, y asumir la exclusión digital como una fuente más de exclusión social, sin que quepa exigir nada a las empresas tecnológicas. O bien nos puede parecer suficiente con que esas empresas tecnológicas desarrollen una puntual acción social destinada a paliar un problema concreto, en un lugar concreto (entrega de tablets a unos pocos niños en algún colegio para seguimiento de clases online, por ejemplo), habitualmente con una repercusión mediática positiva para la empresa. Pero también, como sociedad, podemos (y en mi opinión debemos) exigir que las empresas tecnológicas se involucren de manera radical en la lucha contra la brecha digital, de manera que pasen, de generadoras de brecha digital con sus productos, a agentes activos en la erradicación de la desigualdad digital.

O dicho de otro modo, ¿Por qué aceptar con resignación que la tecnología genera dificultades que resultarán inevitablemente insalvables para un porcentaje, cada vez mayor, de la población? La tecnología puede y debe ser inclusiva, y puede y debe generar mayores dosis de equidad y bienestar social. Es en este sentido en el que, como sociedad, debemos exigir a las empresas tecnológicas que aprovechen la increíble oportunidad que tienen delante para convertirse en agentes de un cambio social positivo con sus productos y servicios.  

La principal responsabilidad que la tecnología puede asumir ante la sociedad es conseguir que las empresas que la generan sean conscientes, analicen, tengan en cuenta y, sobretodo, eviten las posibles brechas digitales que pudieran llegar a provocar sus productos, y que lo hagan en el momento mismo de su diseño, antes de lanzarlo al mercado, de manera que el resultado sea un producto que, además de permitirles obtener beneficios, haya sido concebido y producido como inclusivo. Y también en el momento de la incorporación del producto al mercado, colaborando en las tareas formativas que su implementación requiera (lo cual les hará ganar cuota de mercado, todo sea dicho). Esta manera socialmente responsable de actuar, aplicable para cualquier producto o servicio, resultará especialmente relevante en el caso de productos y servicios que se constituyen, ellos mismos, en esenciales, o en tecnología ineludible para acceder a otros productos y servicios esenciales.  

De esta manera, las tecnológicas evolucionarán, de generadoras de brecha digital, observadoras pasivas de la misma, o activistas esporádicas en su erradicación, a agentes activos de integración digital. Es el gran reto de la responsabilidad social de la tecnología, diseñar productos tecnológicos integradores, y su gran aportación a los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Y no me cabe duda de que las tecnológicas van a aceptar este reto, y van a pasar a la acción. Ya tenemos algunos ejemplos de ello, como la colaboración que, recientemente, se ha iniciado entre tres entidades de la Comunitat Valenciana, como son la Dirección General de Lucha contra la Brecha Digital de la Consellería de Innovación, Universidades, Ciencia y Sociedad Digital, el Hub tecnológico Distrito Digital y la Cátedra de Responsabilidad Social GVA-UA, para analizar de qué manera las empresas que integran el sector privado tecnológico pueden convertirse en agentes activos de lucha contra la brecha digital a través de sus políticas de Responsabilidad Social, ofreciendo herramientas e instrumentos para ello. Ese es, desde luego, un buen ejemplo de colaboración público-privada en la lucha contra la brecha digital, y un destino al que debería aspirar la tecnología, en su inmensa capacidad para contribuir a la inclusión social, sin duda uno de los más relevantes Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030.

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