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Lo difícil no es estar en contra de la violencia que sufren las mujeres y las minorías sexuales; lo difícil es reconocernos como opresores, porque al hacerlo nos vemos obligados a reconocer nuestros privilegios, y hemos de preguntarnos si estamos dispuestos a renunciar a ellos.

Tal vez sea cierto que el dinero no da la felicidad, que los ricos también lloran, o que ir de machos por la vida causa un dolor que, ocasionalmente, puede ser de intensidad similar al que sufren las víctimas del machismo. De ser así, este dolor —unido al rechazo que se supone que sentimos frente a la violencia de género— debería animarnos a cuestionar si nos merece la pena conservar los privilegios que lo provocan; pero también es necesario que admitamos que no es lo mismo hablar del precio que pagamos por nuestros privilegios que hablar del dolor que estos provocan en quienes sufren las desigualdades: las mujeres y quienes no responden al modelo heterosexual.

En nuestro país estamos en un momento ilusionante; cada vez más personas tenemos la oportunidad de repensar lo que queremos construir en el futuro, para que lo personal se haga político y lo político colectivo. En este proceso el feminismo y las nuevas organizaciones se necesitan mutuamente; entender el conjunto de formas de opresión y violencia que han de combatirse simultáneamente pasa por que nos demos cuenta de esto. Si queremos consolidar el universo que emergió el 15M y empezó a cristalizar políticamente con la irrupción de Podemos, necesitamos promover un proceso de acumulación militante que evite que se vuelvan a relegar las reivindicaciones de las mujeres (o de los colectivos LGTB/Queer) por pensar que nos desvían de los objetivos principales.

Es irresponsable creer que la lucha por la igualdad depende solo de quienes sufren las desigualdades, como también lo es pensar que haber creado espacios autónomos(círculos de mujeres o/y hombres feministas...) en el interior de nuestras organizaciones exime al conjunto de la militancia de implicarse en la conquista de la igualdad. El objeto de estos espacios autónomos no es encapsularse, sino producir el discurso capaz de desvelar los camuflajes que usa el machismo, tanto en la sociedad  en general como en el seno mismo de nuestras organizaciones.

Es necesario incorporar la perspectiva feminista a la lucha de los movimientos y organizaciones sociales si se aspira a cuestionar el orden establecido, la moral, la costumbre, la cultura y el poder en el ámbito público y en el privado. Esta perspectiva es imprescindible para ir erradicando —junto a las bases fundacionales de todas las injusticias— las prácticas sexistas y discriminadoras que impiden ir construyendo una sociedad tan libre e igualitaria como seamos capaces de imaginar.

La ignorancia nunca es neutra. Alegar ignorancia no es más que un modo de seguir esperando que sean las feministas quienes nos expliquen las cosas, sin asumir la necesidad de estudiar, reconocer y combatir las desigualdades que contribuimos a mantener y reproducir. Por eso no basta con las cuotas de representación política, ni con declararnos en contra del Patriarcado, ni con creer que iremos acabando con las desigualdades al calor de la conquista de espacios de poder político. Nos seguiremos engañando si no dejamos de verlo como un asunto especifico de los grupos de mujeres y de hombres feministas y no empezamos a interiorizarlo y a plantar cara a la desigualdad también en el conjunto de nuestras organizaciones.

Dado que la neutralidad siempre favorece al poder, es fácil entender la necesidad de ser críticos con la complicidad de la mayoría de los hombres ante las desigualdades de poder que padecen las mujeres. Es preciso promover la igualdad, asumir la pérdida de nuestros privilegios e impulsar desde abajo unas relaciones humanas igualitarias basadas en el respeto a la libertad y la diferencia, convencidos de que sin nuestra implicación no será posible construir un mundo en el que quepamos todas las personas.

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