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Berta es una chica alegre, curiosa. Le gusta enredar con su hermano pequeño, y hacerle mil perrerías. Su helado favorito es el de fresa y chocolate, nada de sabores raros. A poder ser con pepitas, por cierto. Y no perdona un partido de basket, ya sea en la tele o jugando ella misma. Sabe que no es muy buena, no hace falta que se lo recuerdes, pero se deja la piel como si jugara en la ACB. Tiene una sonrisa que llena los rincones, y un brillo en sus ojos castaños que traspasa sus pupilas.

Berta tiene 13 años, y está en segundo de la ESO. Es una estudiante digna, aunque las mates se le atascan, la de veces que sus padres que han puesto una profe particular. Pero nada. Ella dice que quiere estudiar filosofía, que las sumas no le convencen. Y sus padres, erre que erre, ya sabes cómo es Manolo, que vaya por ciencias, que es el futuro, que no se va a comer un rosco estudiando filosofía. No sé, chica, yo creo que se equivocan. Llegar lejos depende de uno mismo, no de si se sabe hacer una raíz cuadrada; por cierto, yo ya no me acuerdo. Y ni falta.

Berta quiere lo que todas las niñas de su edad. Un móvil de última generación, que le dejen salir hasta las 12, un poco de privacy en su dormitorio y algo de fondo de armario. Y como todas las niñas de su edad quiere – necesita - que la quieran.

Hasta ahora, Berta era una chica alegre, curiosa, que enredaba con su hermano y que tomaba a escondidas helados de fresa y chocolate.

Pero ahora Berta no sale más que cuando tiene que ir al insti, y a empujones. Le da miedo pasear cerca de la cancha en la que antes pasaba las horas muertas. Sonríe poco, solo en casa por disimular, y le da igual la filosofía. El móvil lo tiene roto, se lo tiraron, las letras se resquebrajan en la pantalla. Ya no lo lleva en la mano, va en silencio en el bolsillo de atrás, para no tener tentación de mirarlo.

Fiu-fiu.

Berta da un respingo, alarga instintivamente la mano hacia el iphone encima de la mesa, y antes de tocarlo se repliega. La última vez la encerraron en el baño, le quitaron la camiseta y le sacaron fotos. Las tiene todo el mundo. Ella también. Las risas le acompañan al bajar las escaleras. Los dedos apuntándola parecen infinitos. Cada foto viaja por la red presentada por un emoji con su avatar. No la han sacado mal del todo, piensa. Al menos esto.

No ha sido la única vez que sus antiguos amigos la han amenazado con subir videos a las redes si no va a comprar alcohol para el botellón. Ni la primera que han cogido su móvil y publicado un post en Facebook o en Instagram en su nombre ridiculizándola. Ella cumple. Les pasa los apuntes con total sumisión y les hace los trabajos de Lengua y de Historia. Berta vive con el miedo del peso de sus ojos y de sus risas.

Y todo por… ¿por qué? Berta se revuelve. No tiene ni idea. No ha hecho mal a nadie. Es un poco torpe, lleva gafas y vive lejos del centro. Vale, no le gusta el reggaetón, ni bebe alcohol. Pero no es una chivata, ni una empollona, ni de algún lugar raro, ni… qué justificaría el acoso?

Bip. Bip. Bip.

El portátil refunfuña impaciente. ¡¡Ábreme!!

Berta está cansada y se ahoga en su propia respiración. Cierra los ojos y se sienta en frente del portátil, acariciando el cierre.  Quiere volver a sentirse libre.

Ayer se acercó Lucía a hablar con ella. Fue a su casa, no sabe cómo se enteró dónde vive. Berta, han venido a verte, es una compañera de clase. La primera sensación fue pánico; quién, por qué, qué quieren ahora, cómo se atreven. Y si Lucía sabía dónde vivía el resto también podrían averiguarlo. Lucía la tranquilizó -no te preocupes, soy amiga de tu prima, me lo ha dicho ella, no le voy a contar a nadie que he venido – le cogía la mano ya sentadas en su cuarto – Sé lo que te están haciendo. Antes se lo han hecho a otras. No son siempre los mismos, pero es siempre lo mismo. Por esto no termina nunca.

Berta siente un soplo de aire en la cara.

Fiu-fiu.

Aprieta inconscientemente la mano de Lucía. Baja la vista, avergonzada. Hace calor en este cuarto, maldita calefacción, no chuta, se lo he dicho a mi madre, pero ni caso.

Lucía no tiene prisa. En estas cosas no hay que tenerla. Sabe de lo que habla.

No tienes la culpa. De nada. Tienes que denunciar. Yo te acompaño. A mí…. A mí ya me lo hicieron.         

Bip. Bip. Bip.

Berta sigue apretando su mano, y se ha apoyado en ella para mirarla a los ojos. Casi no ha oído al maldito portátil llamando la atención. A Lucía también. Y está aquí. Conmigo. Se pregunta por qué. Duda, pero necesita creer. Creer que hay alguien que siente su miedo y que lo ha superado. Por qué no. Ella también podría.

A veces es sólo un soplo de aire fresco lo que nos hace superar todos los miedos. Y siempre merece la pena.

Siempre.

La Administración educativa y los Órganos de dirección del centro docente son los responsables de frenar el acoso escolar y garantizar la seguridad de la víctima. Los centros deben comunicar los casos de bullying y las actuaciones a la Inspección Educativa. En caso de gravedad extrema, si el centro no puede hacerse cargo, se debe denunciar frente a las autoridades pertinentes (en el caso de menores de 14 años a la Fiscalía de Protección de Menores).

Por otro lado, las Comunidades Autónomas y el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 han acordado una hoja de ruta para desplegar en las medidas contenidas en la ley de protección de la infancia frente a la violencia. Éstas contemplan un acuerdo sobre los criterios que han de reunir los mecanismos de denuncia de la violencia que sufren los niños, para que sean claros, seguros y accesibles, como líneas telefónicas gratuitas de ayuda, medios electrónicos o plataformas digitales.

Cada administración tiene sus mecanismos de denuncia. Algunas han desplegado plataformas para los familiares. Otros ponen a disposición chats para el menor, donde a través de una interacción sencilla dotada de inteligencia semántica proporciona semáforos de riesgo al centro de atención ante una situación de vulneración de los derechos del menor. Siempre están disponible los números de teléfono de ayuda, como el 900 018 018, que es una línea gratuita y confidencial del Ministerio de Educación y Formación Profesional, atendida por psicólogos apoyados por trabajadores sociales y abogados.

Sin embargo, el mejor número de teléfono es la mano de un amigo. De un hermano. De un primo. De una madre. De una profesora que quiere ayudarte.

Si conoces a alguien que necesita esa mano… abre los ojos. Y tiéndela.

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