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Robustecer la democracia, un ejercicio de responsabilidad

De acuerdo a estudios recientes, no parecen estar corriendo buenos tiempos para la democracia. Para comprobarlo, el lector interesado puede acceder, con provecho, a este enlace: https://www.economist.com/graphic-detail/2022/02/09/a-new-low-for-global-democracy.

Lo primero que llama la atención es que, como resultado de una gestión de la pandemia deficiente, caótica, improvisada y arbitraria, se han venido recortando en todo el mundo libertades cívicas que amenazan la cultura democrática. En consecuencia, cabe preguntarse: ¿Está la democracia, realmente, en peligro? Y la respuesta habría de ser que, en efecto, en buena medida, sí que vemos la democracia amenazada. Ahora bien, en todo caso, conviene matizar la afirmación, complementándola.  Dejaremos el catastrofismo, en buena hora, para los consabidos profetas de calamidades. Por mi parte, tratando de conducirme de manera responsable y lúcida, acabaré sugiriendo un antídoto frente a las amenazas que se ciernen sobre la democracia. Lo haré apelando a una triple propuesta, formulada en positivo, desde una opción ética y a la luz de la Filosofía Moral.

La democracia está, sin duda, amenazada y en peligro. Pero, por fortuna, en nuestras manos está conseguir que no acabe siendo un mero recuerdo del pasado, una forma de organizar la convivencia irreconocible fuera de los manuales de Historia de las Ideas Política.

La democracia no es solamente una más de entre las tres posibles formas de ejercer el poder en la sociedad para organizar la convivencia. Junto al “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, por citar la lapidaria definición de Abraham Lincoln en Getyssburg, estarían, de una parte, la monarquía -el poder ejercido por un solo, monos, en griego- y la aristocracia. Es decir, el poder ejercido por un grupo de personas, precisamente los mejores -áristos, en griego- de entre los ciudadanos.

Desde los tiempos de Aristóteles sabemos que, junto a aquellas formas puras, cabe encontrar sus versiones degradadas. Tal es el caso, cuando la monarquía degenera en tiranía; la aristocracia, se torna oligarquía; y la democracia se corrompe hasta convertirse en lo que el historiador griego Polibio, ya en el siglo II B.C., denominó oclocracia o gobierno de una muchedumbre -oklos en griego-, inculta, vulgar, incapaz de pensar por sí misma y manipulable.

No hay modelo químicamente puro, más allá del análisis propio de la Filosofía Política. Por el contrario, en todo gobierno se produce inevitablemente una mezcla de planos que, en definitiva, es la que aporta viabilidad y estabilidad a los regímenes. Aunque no se denominen así, siempre se identifican elementos monárquicos -y, con frecuencia, tiránicos-, dado que alguien, normalmente, una sola persona, suele verse situado a la cabeza como jefe del Estado.  El aspecto aristocrático -o, en su caso, oligárquico- lo aportan quienes conforman el aparato encargado de la gestión, en su variado elenco institucional: funcionarios, legisladores, partidos políticos… Y, como necesario sustrato del marco institucional, estaría algún tipo de democracia: sin un apoyo suficiente y una mínima legitimación, el sistema político acabaría resultando inviable e insostenible.

La democracia sólo puede arraigar, desarrollarse y florecer en el ecosistema adecuado: junto a la posibilidad de remover mandatarios de forma incruenta, mediante la libre elección de representantes, se necesita, cuando menos, lo siguiente: una efectiva división de poderes; un mercado libre y competitivo; un Estado de Derecho, bajo el imperio de la ley; y, sobre todo, unos valores éticos compartidos, que sustenten derechos humanos inalienables en el proceso abierto de mejora de las relaciones entre las personas.

¿Cuáles son, en el día de hoy, los datos del problema? ¿Qué radiografía nos ofrece la democracia?  Grosso modo, el panorama que se nos ofrece -desde la estricta perspectiva democrática; esto es, dejando aparte otras consideraciones geoestratégicas, sanitarias y económicas- podría quedar abocetado en los términos siguientes: libertades cívicas en retroceso; polarización, dogmatismo autoritario y fanatismo intolerante, que ve al adversario como enemigo; posibilidad no remota de que emerja la distopía tecnocrática, controladora, estatista y cíber totalitaria; generalización del desconcierto, la desconfianza en las instituciones y la apatía, antesala de la abstención cívica; instalación en amplias capas de la ciudadanía del escepticismo gnoseológico –donde, a la primera de las preguntas que, según Kant, debía responder la Filosofía, se responde con un desencantado “nada sabemos con certeza”- y del relativismo moral, que parece estar dispuesto a aceptar en la práctica la consigna de que “no hay diferencia entre el bien y el mal”. Estos últimos rasgos, probablemente, se puedan estar debiendo a una paradoja: asumir como verdadera la falaz ideología de la Post-verdad, que, en buena lógica, se destruye a sí misma al afirmar que “es verdad que no hay verdades”. Con todo, aquella inconsistencia lógica se ve robustecida desde los medios de comunicación y las redes sociales por donde se canalizan bulos increíbles desde la perspectiva teórica, y peligrosas Fake News, desde el punto de vista práctico.

¿Qué nos cabe esperar?, preguntaríamos de nuevo con Kant. Y la respuesta corta es la siguiente: ¡Nada bueno! Pero por abrir una puerta a la esperanza, completemos la frase: ¡Nada bueno nos cabe esperar, a menos que tomemos cartas en el asunto con decisión y nos decidamos por enfrentarnos a las amenazas que están poniendo en peligro a la democracia!

El antídoto puede que esté en nuestras manos, pero va a requerir un esfuerzo aún mayor que el desplegado para luchar contra el COVID-19. Desarrollar la vacuna teórico-práctica a favor de la democracia no va a resultar tarea sencilla. Con todo, formulados desde la Filosofía Moral, estos podrían ser tres axiomas imprescindibles para orientar el proceso de regeneración democrática: ante todo, robustecer la racionalidad y el pensamiento crítico; en segundo lugar, apostar por la centralidad de la persona y el humanismo como fines a los que haya de dirigir toda la dinámica socio-política y económica; y, en tercer término, recuperar la opción explícita por la Axiología y los valores morales. Constituyen los puntos de referencia hacia los que avanzar, en busca de orientación, hacia la utopía alcanzable de un desarrollo económico equitativo y sostenible, unido a un progreso social justo, capaz de humanizar la vida y de hacer que florezca también lo anímico y lo espiritual, es decir, lo más intrínsecamente humano.

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Opiniónfilosofía

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