“La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe”, afirma Carlos M. Cipolla en su famoso libro “Las leyes fundamentales de la estupidez humana” (Crítica, 2013). Pero estoy convencido de que la cosa no es solo como nos cuenta el admirado historiador italiano, salvo que, eso si, el estúpido sea a la vez corrupto; entonces, esa mezcla explosiva y peligrosa nos da el tipo de persona que puede destruir con su infame actuar la convivencia, el entorno familiar o profesional, la empresa o institución para la que trabaje e incluso la democracia cuando la corrupción se instala en el tejido social y ahí se queda. Corrupción y desigualdad, son armas de destrucción social a las que damos cobijo como el que no quiere la cosa, como lo más natural del mundo.
Hemos repetido muchas veces, en diferentes ámbitos, que necesitamos un nuevo contrato social que nos transforme, y no podemos resignarnos. Tan importante es la tarea que no debemos dejarla solo en manos de políticos que han demostrado su manifiesta incompetencia para luchar, por ejemplo, contra la desigualdad. Antes de morir, en agosto de 2010, Tony Judt dejó escrito que “ya no importa tanto lo rico que sea un país, sino lo desigual que sea”. Y es así, porque cuanto mayor es la distancia entre la minoría acomodada y la masa empobrecida -que ha crecido tras la pandemia- más se agravarán los problemas sociales y económicos. Adela Cortina nos ha dicho que el cambio ético es una necesidad vital y no solo por la pandemia, sino porque día a día hay gente que sufre y padece. Por eso es necesario escuchar las legitimas aspiraciones de los ciudadanos, las voces de los que luchan contra la injusticia social y trabajar sin desmayo para vivir la libertad de ser libres y, como nos dijo Hanna Arendt, por tanto, iguales.
“A los gobiernos en general, a los políticos de todos los partidos quiero pedirles, junto a los pobres de la tierra, que representen a sus pueblos y trabajen por el bien común”, ha dicho el Papa Francisco. Y trabajar por el bien común es hacerlo por la satisfacción de las necesidades humanas y eso precisa de un cambio urgente, absolutamente imprescindible, tanto como el ajuste de nuestros actuales modelos económicos que han difuminado el rostro humano que siempre deberían tener impreso. Tendríamos que atemperar el “capitalismo impaciente” y reforzar los fundamentos morales y éticos de una Sociedad que en estos difíciles tiempos se ha hecho frágil y temerosa.
Necesitamos recuperar y practicar modelos de alianzas público-privadas que, desde la cooperación, contribuyan al desarrollo y sirvan para acabar con la corrupción y paliar la pobreza y la desigualdad que se han instalado entre nosotros. Y los poderosos, y tambien los que no lo son, además de releer el art. 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y practicar la solidaridad, deberían ejercitarse para aceptar una exigencia universal que a todos nos compromete: la subsidiaridad, dar sin perder y recibir sin quitar.
Denunciar la desigualdad y luchar contra ella es tambien nuestra inexcusable responsabilidad, la de cada quién. Y otro día hablaremos de corrupción recordando lo que, según afirma Montaigne, Platón decía: que la cosa mas difícil del mundo era abandonar la vida pública con las manos limpias y vacías.