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El mundo durante buena parte del siglo XX se dividió en dos grandes bloques que configuraron el mundo en función de los intereses políticos, y por supuesto económicos, de dos potencias. Era un mundo en guerra, fría pero guerra a fin de cuentas. Hoy, en este siglo XXI, también hay dos bloques cada vez más definidos, que también existían entonces, pero más desdibujados: el de los territorios bajo presión, donde la batalla contra el medio ambiente se traduce en miseria para sus habitantes, y el de quienes presionan para poder mantener su ritmo de producción y consumo mientras trasladan sus impactos fuera de sus fronteras.

Resulta evidente que algo está cambiando en lo que se refiere al cambio climático y muestra de ello es la reciente sentencia contra Shell en Holanda por contaminar o la decisiones entre accionistas de petroleras como Chevron o Exxon Mobile, forzando a sus directivas a ocuparse de la lucha contra el calentamiento global. También que sube el precio de la tonelada de carbono, a medida que las energías renovables están tomando impulso azuzadas en este continente por el Pacto Verde Europeo y los próximos fondos de recuperación post-COVID-19.

Pero tras esta cara amable y positiva, indudablemente imprescindible porque a fin de cuentas si hoy tenemos 1,2ºC más de media global se debe a que el hemisferio norte se desarrolló a costa del petróleo durante muchas décadas, se oculta también el hecho de que nuestra forma de vida no está cambiando y no lo hace porque alguien paga la cuenta. Es más, en España desde el pasado  28 de mayo ya hemos consumido todos los recursos que somos capaces de generar para todo 2021, y faltaban aún 217 jornadas. ¿De dónde sale lo que falta?

La respuesta la tenemos cada día en las bandejas del supermercado, en las grandes superficies donde el consumo globalizado se ha hecho fuerte, promoviendo los grandes monocultivos, la minería para nuestra tecnología puntera, la ganadería que nos llega de países donde la tierra se degrada al mismo ritmo que escasea el agua sin contaminar y aumentan temperaturas, los huracanes y las sequías.

Según la FAO, hoy el 75% de la tierra del planeta ya está degradada, afectando a más de 3.000 millones de seres humanos. Nada indica, de momento, que la tendencia vaya a menos en lugares como Brasil, Guatemala o Colombia, países todos ellos con graves conflictos sociales que no son ajenos a esa realidad. Recientemente el subdirector de la FAO, René Castro, señalaba que se está frenando el ritmo de deforestación, pero no negaba que sigue aumentando porque, como recientes estudios científicos han certificado, donde se ralentiza es en nuestro entorno, mientras galopa por el sur del mundo, en un 80% por culpa de la agricultura y, como no, de las vacas.

En este sentido, son esperanzadoras iniciativas como el proyecto Food Wave, cofinanciado por la Comisión Europea, que busca concienciar a 15 millones de jóvenes sobre la necesidad de apostar por un sistema alimentario sostenible, más cercano y, además, más sano. Jóvenes que han crecido sin saber de dónde vienen las especies que llenan los envases, quizás sin saber si quiera que lo son. En este mundo de paradojas, hasta grandes multinacionales agroalimentarias reconocen en documentos internos que más del 60% de lo que nos venden no es saludable para nuestro organismo sin que les pase nada a nivel legal. A  la vista está que tampoco son buenas  para el planeta.

Pero luego están las otras víctimas, anónimas y lejanas, de este modelo. Vivimos inmersos en una injusticia climática que no compensa los daños y las pérdidas que causamos  el cambio climático, el ‘fleco’ que quedó pendiente de acuerdo entre los países ricos y pobres en la Cumbre del Clima anterior, la COP25, y que se tendrá que retomar en la de este año en Glasgow. Tampoco pagamos por los impactos del acaparamiento de tierras, ríos, acuíferos y mares. Forma parte de nuestra deuda pendiente y creciente.

Y así, mientras el ‘debe’ sube, las empresas, que no saben de fronteras ni concertinas, se aprovechan de una impunidad que debiera darnos vértigo, amparadas por gobiernos dispuestos a anteponer un desarrollo que no llega a sus poblaciones y con el que se consiguen pingües beneficios. Instituciones como la Organización Mundial del Comercio y acuerdos como  el de Mercosur, entre la UE y América Latina, son el espejo en el que ver retratada la hipocresía de exportar las consecuencias allá donde las leyes ambientales nacionales son más laxas. También se aprovechan de la dejadez de la comunidad internacional para poner en marcha penalizaciones a quienes vulneran los derechos humanos y destrozan el medio ambiente en aras de sus cuentas de resultados. Que algunos tribunales nacionales, como el mencionado en Holanda, comiencen a tomar cartas en el asunto es un excelente paso, pero no basta. No compensa los otros muchos tribunales en los que personas que son líderes de sus comunidades, acaban condenadas. No evita que en países como Colombia sean asesinadas. Y en el caso de las mujeres, además, no impide que sean acosadas y vilipendiadas socialmente.  ¿Quién las protege? ¿Acaso son acogidas cuando llegan a nuestras fronteras?

Alianza por la Solidaridad-Action Aid, en este Día Mundial del Medio Ambiente, recuerda que esta deuda adquirida, que detecta cada día de trabajo en Latinoamérica o en zonas al sur del Sáhara, es paralela al aumento del número de migrantes y no sólo por el cambio en el clima, también por el expolio en unos territorios bajo una presión que ya les es insoportable. Por ello, desde la ONG se exige responsabilidad global, no en declaraciones sino en acciones políticas que deben ir más allá del recorte de emisiones contaminantes o de pagar por el carbono contaminado. Mientras nuestro déficit ambiental siga creciendo, algo no estamos haciendo bien porque alguien está pagando por ello un alto precio.

En este artículo se habla de:
Opinión#EspecialMedioAmbiente2021

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