Era muy joven el día que entré en el gran vertedero de Ciudad de Guatemala y conocí a las familias que vivían, entre toneladas de pestilente basura, repartiéndose los desechos que otros habían despreciado. Tres décadas después, aún recuerdo el impacto que me causó abrir la puerta a lo que era y es la verdadera injusticia en un planeta que no es un mundo, sino muchos, humanidades que lejos de encontrarse pareciera que se alejan, por más que con la tecnología nos ilusionemos con lo contrario.
Si justicia social es el reparto justo de los bienes de los que se disponen, es evidente que, plenamente inmersos en el siglo XXI, a esta humanidad le falta mucho camino por recorrer. En realidad, no se si se ha puesto en marcha, porque cuando he vuelto a Guatemala, 30 años después, me he encontrado a las mismas comunidades que conocí entonces viviendo en iguales o peores condiciones, y cuando regreso a África me sorprendo a mi misma con un móvil de última generación haciendo fotos a la misma cabaña sin luz ni agua, sin más muebles que un catre ni más saneamiento que un agujero en el suelo. Como en los 80.
Vivimos un momento trágico para nuestra especie. Ahora llena las portadas la amenaza un virus para 7.700 millones de humanos. Tras unos pocos meses cargados de buenas intenciones, toda la crueldad de la injusticia vuelve a ser visible en un reparto de vacunas que está dejando fuera a los que menos tienen, vuelve a recordarnos que el negocio de unos vale más que la vida de muchos. Es el mensaje de cada día.
Pero tenemos otro enemigo que desde el norte seguimos alimentando como si no hubiera un mañana: el cambio climático, propiciado por un sistema basado en un desarrollo sin límites para una Tierra que ha dicho basta a tanto derroche. Me viene a la cabeza la joven Khady, de Guinea Bissau. Cuando la conocí no tenía idea de por qué un año llovía torrencialmente nada más sembrar, llevándose sus cultivos por delante, y otro no caía ni gota durante largos meses. No podía entender que mi aire acondicionado en verano la dejara sin comida en su invierno, y menos aún que si había culpables le compensara por ello. Hace tiempo que comprendí que no puede haber justicia global sin contar con las Awa del mundo.
El otro gran monstruo, devorador de derechos, es el acaparamiento de tierras, agua y hasta del aire que se respira, bienes de la naturaleza que ahora necesitamos de lugares que no nos pertenecen para que la maquinaria siga funcionando. Conocer al indígena maya Bernardo Caal, su lucha por un gran río apropiado por una hidroeléctrica en Centroamérica y su encarcelamiento, me puso delante de los ojos el drama de perder estas batallas contra gigantes, vestidos de grandes empresas, que sólo se acuerdan de las comunidades locales para su márketing.
Hay más, pero estos son algunos de los adversarios poderosos con los que me he topado en la utópica ruta hacia un mundo más justo.
La buena noticia es que tenemos herramientas para poder con ellos: acuerdos y leyes por firmar que apuesten por la solidaridad por encima de la cuenta de resultados, energías que no ensucian, más y mejores controles para las empresas, alternativas atractivas en modos de vida mucho más sostenibles...
Son las noticias que espero poder contar.
Otro mundo no sólo es posible. Es imprescindible.