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En la dinámica de las interacciones sociales la justicia constituye, cuando menos, cuatro realidades separables y complementarias.

De una parte, representa una aspiración siempre abierta, nunca plenamente conseguida. En segundo término, supone ser una tarea ética en la que empeñarse. Conectado con lo anterior, la justicia ofrecerá siempre una institucionalización provisional, en proceso, in fieri… que cristaliza en cada circunstancia en realidades empíricas parciales, más o menos cercanas -o alejadas- de la utopía. Corolario de lo anterior, en cuarto lugar, se impone la tesis de que la justicia -para echar raíz, granar, florecer y, en su momento, dar fruto- necesita concretarse en la virtud personal; en el compromiso por dar a cada uno lo suyo. Es decir, en el famoso suum cuique tribuere, de los Tria Iuris Praecepta que la genialidad de Ulpiano dejó lapidariamente cincelados para la eternidad, mientras que el mundo sea mundo y el hombre, hombre.

Y ahí está el complejísimo quid de la cuestión desde el momento en que nos las queremos haber con la justicia. De una parte, habría que determinar el suum, lo suyo de cada uno, lo propio de cada quien; aquello a lo que cada persona debiera resultar acreedora, por el mero hecho de ser persona y estar en este mundo. De otro lado, habría que estructurar los cauces adecuados y los principios más eficientes para lograr aclimatar en la realidad fáctica estructuras e instituciones que favorecieran el avance hacia una realidad social crecientemente justa.

Como no se le escapa a nadie, no son empeños fáciles ninguno de aquellos dos. De hecho, al menos desde los tiempos de los griegos, se ha venido reflexionando al respecto, sin que se haya acabado de dar con la respuesta. Tal vez porque -al menos, en lo humanamente posible-, no quepa encontrar una solución única que sirva para todas las tallas, sazones y circunstancias. Por ello, huyendo de la dialéctica del todo o nada; y contando con que siempre es posible mejorar, habría que distinguir, en función de los contextos y de los aspectos que estén en juego en el marco de la relación.

Por fortuna, la Filosofía en Occidente ha ido afinando criterios desde hace siglos. Sin tener por qué entrar en tecnicismos – justicia restaurativa, retributiva, correctiva, rectificativa, procesual-, hay una distinción, perfilada con nitidez desde Aristóteles, que puede aportar mucha luz a un debate, siempre abierto en lo teórico; y en proceso constante en lo político, en lo social y en lo económico. Me refiero a la diferencia entre la justicia conmutativa, propia de los intercambios entre particulares; y la justicia distributiva, que tiene que ver con el modo como un tercero reparte cargas y beneficios en el concierto social. Y esta es, precisamente, la que debe ser conceptuada como justicia social. De lo que se trata es de avanzar por el sinuoso camino de su determinación, con vistas a una puesta en escena cada vez mejor y más plenamente humana. El 20 de febrero es buena fecha para implicarse en la cuestión.

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Opinióndia justicia social

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