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“Esta disposición a admirar, y casi a idolatrar, a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, a ignorar a las personas pobres y de condición humilde... es la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales” escribió en el siglo XVIII Adam Smith, el padre fundador de la economía clásica. Y esta reflexión del economista y filósofo escocés se ha fortalecido en los siglos posteriores. Nos hemos vuelto insensibles, cuando no contrarios, a los costes humanos de las llamadas políticas sociales.

Por esa razón muchos creemos que la desigualdad es corrosiva y corrompe a las sociedades desde dentro; o que, como expresó el Nobel de economía Angus Deaton, “destruye la democracia”, apuntalando lo que antes había escrito Tony Judt: “ya no importa tanto lo rico que sea un país, sino lo desigual que sea”; y es así,  porque cuanto mayor es la distancia entre la minoría acomodada y las masa empobrecida, más se agravan los problemas sociales, lo que parece ser cierto tanto para los países ricos como para los pobres.

Además de decisión política y de la constante exigencia ciudadana, faltan apoyos y ayudas para luchar contra la desigualdad. Hoy, cuando avanza el siglo XXI, los titanes sociales son las grandes multinacionales que incluso han fagotizado la palabra empresa, olvidando que el 93/96 por ciento del empleo y de la capacidad productiva mundial la atesoran las PyMES y los autónomos. Comprender la función social de la empresa y de las instituciones es un argumento definitivo para reclamar sin descanso su imprescindible contribución -sin renegar de lo que son y representan- para conseguir un mundo mejor. Para que, entre todos, como nos enseña Stiglitz (“Capitalismo progresista”, Taurus 2020), podamos aprender que “la verdadera riqueza de una nación se mide por su capacidad de brindar, de una forma sostenida, altos niveles de vida a todos sus ciudadanos”.

La democracia exige gobiernos, dirigentes, empresarios e instituciones que sean transparentes y acepten rendir cuentas como una obligación y nunca como una humillación; que procuren la solución de los problemas que preocupan a los ciudadanos y respeten los bienes que son de todos, aunque el cuidado y la gestión estén solo en sus manos.

No ha sido así, y no está siendo así. Pienso, por ejemplo, en el porvenir que nos aguarda en la postpandemia y me temo que, como tantas otras veces, el COVID 19 -con sus apéndices y codas- servirá para que la desigualdad hunda sus raíces entre nosotros y agrande la sima de las diferencias; para que muchos infames medren, corrompan y ganen mucho dinero. Otras personas, probablemente las mas desfavorecidas, perderán, “porque la lotería del coronavirus es así”, reflexiona el Profesor Longinos Marin. Pero no debería serlo: La pandemia, que nos ha igualado sin distingos en la enfermedad, tendría que mutualizarnos en la salud y ofrecer a todos las mismas oportunidades. Los sueños varían con cada hombre, escribió Albert Camus, “pero la realidad del mundo es nuestra patria común”.

Para que esa realidad se instale con equidad entre todos los seres humanos, para seguir progresando en paz debemos encontrar nuevas formas de consenso social.Necesitamos recuperar formulas y alianzas publico/privadas de cooperación que contribuyan al desarrollo y luchen contra la desigualdad y la pobreza en este periodo de reconstrucción que se anuncia largo, duro y difícil. Y los poderosos -también los que no lo son-, además de practicar la solidaridad, deberían ejercitarse para aceptar una exigencia universal que a todos nos compromete: la subsidiaridad, dar sin perder y recibir sin quitar.

Muchas empresas, grandes y no tanto, están dando ejemplo y se han comportado solidariamente; también algunas universidades, muchas instituciones y no pocas personas. Se han comprometido con sus empleados, proveedores, clientes y con todos sus grupos de interés, pero no es suficiente que esa colaboración se limite a unos cuantos.

Todos nos debemos a todos. Todos debemos rendirnos cuentas a todos, con honestidad, con solidaridad, con nuestra participación activa y colaboradora, buscando formulas para salir triunfantes del desafío común, sin descuidar -pensando en el futuro y para no repetir errores pasados -dos de los pilares de la dignidad humana, la educación y la salud. No podemos resignarnos, entre otras razones porque si lo hacemos no podremos contribuir a ese cambio que anhelamos desesperadamente. Mi duda es si los políticos estarán a la altura y si sabrán dar cuenta cabal de su quehacer, trabajando de consuno por este país y aportando el necesario sosiego que tanto calmaría a la ciudadania. Venimos de una crisis histórica y tenemos la oportunidad de iniciar y vivir una nueva Era con responsabilidad, porque aunque no sepamos lo que encontraremos mas allá del horizonte, merecerá la pena intentarlo. Luis Cernuda lo dejó escrito, “Nadie enseña lo que importa/ Que eso lo ha de aprender el hombre/ Por si solo”

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