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Los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) constituyen una verdadera oportunidad para que, entre todos, pongamos manos a la obra de construir un mundo más humano. Es decir, más justo, munificente y bello; en el que todas las personas puedan tener la ocasión de vivir una vida lo más plena posible; y donde encuentren ocasión de florecer, desplegando hasta el límite posible todas sus capacidades: físicas, psicológicas, sociales, anímicas, espirituales.

Hay que congratularse de que, cuando menos, se haya podido llegar a establecer – y casi nemine discrepante- el listado de las cosas que habría que hacer –la agenda- en los próximos años, para sentar las bases que nos permitan a todos, como especie, aproximarnos a aquella utopía de un mundo, no sólo global, sino también humanizado, verdaderamente compartido.

Ahora bien, la perplejidad hace acto de presencia desde el propio instante en que la reflexión crítica se enfrenta de manera sosegada con los diecisiete Objetivos del Desarrollo Sostenible y las más de ciento sesenta metas –169 para ser exactos- en que se explanan aquellas aspiraciones. Recuérdese que los anteriores Objetivos del Milenio a los que éstos de ahora dan continuidad, eran solamente cinco… ¡y ya parecían muchos!

¿Qué sistemática guió la propuesta de aquella agenda? ¿Qué valores éticos están siendo asumidos -de manera más o menos expresa, de forma más o menos crítica- como fundamento de la propuesta? ¿Cómo se gestó el consenso? ¿Qué prioridades y qué orden jerárquico cabría establecer en la escala axiológica entre los distintos Objetivos? ¿Resultan unos más fuertes, exigibles, innegociables, que otros? ¿Están todos al mismo nivel o los hay más elevados y débiles que otros? ¿Tiene conexión con otro tipo de declaraciones, grandilocuentes en el tono, pero incompletas en la práctica desde hace decenios, tal como, por caso, la Declaración Universal de los Derechos Humanos o la de los Derechos del Planeta? ¿En qué se está avanzando -y cómo-, con el nuevo listado de aspiraciones? ¿Qué valor cabe atribuir -por no abrumar con más preguntas, al menos por el momento-, a suscripciones tan loables, por parte de Estados conocidos, precisamente, por implantar políticas o mantener inercias culturales, bien alejadas de alguno de aquellos fines, susceptibles de ser considerados, en todo caso, como más cruciales y señeros de entre los diecisiete? O dicho en plata, porque, a veces, da la impresión de que estaríamos asistiendo a un ejercicio de cinismo político: ¿es creíble el gobierno de un país –donde, como es patente, se conculcan abiertamente los derechos de las minorías; donde es común la práctica de la ablación del clítoris; o el matrimonio de niñas…-, cuando dice sumarse con armas y bagajes a la causa de los ODS y más en concreto al cinco? ¿Se está emitiendo en la misma frecuencia de onda? ¿Entienden por ODS lo mismo los tirios que los troyanos? Costaría trabajo probar que sí de manera apodíctica…

Sigamos abundando en aspiraciones tales como la de la pretensión de empeñarse por conseguir la igualdad entre las personas: del sexo que sean; independientemente de la raza a la que pertenezcan; al margen de distingos más o menos accidentales, que, por ejemplo, tengan que ver con las creencias asumidas, con ideas más o menos compartibles, con patrones de comportamiento heterodoxos y extravagantes; con orientaciones y estilos de vida, ya en línea, ya a contra pelo, de lo estandarizado y lo ordinario. ¿Resulta seria, en definitiva, la declaración de que tantos suscriptores están decididos, en serio, a luchar por conseguir la igualdad y a pelear con la integración de lo distinto en las dinámicas sociales al uso, reconociendo como válido y deseable el valor de la diversidad?

Es cierto que, en algunos de los diecisiete Objetivos la duda es menor; el margen de indefinición resulta mínimo. Los océanos, el agua, la energía... en definitiva, lo que apunta y tiene que ver con cuestiones físicas, tangibles, inmediatas, naturales, ofrece una homogeneidad más objetiva, a partir de la cual resulta factible ponerse de acuerdo en proyectos susceptibles de ser acometidos en colaboración; evaluables con sistema y criterio compartido; identificables y medibles desde indicadores bien establecidos. Pero en las áreas que tienen que ver con aspectos más sutiles e intangibles, más cualitativos y abstractos, la cosa es bien distinta y mucho más compleja.

Sigamos con el caso que nos ocupa: ¿qué se quiere decir cuando se declara, de manera cuasi axiomática, que decidimos, como especie, embarcarnos en la consecución de la igualdad? La Egalité, recordemos, fue una de las consignas esgrimidas por los revolucionarios de la Francia del año 1789; junto a las de la Libertad y la Fraternidad, versión, esta última, laica de aquella Charitas cristiana que se juzgó oportuno transmutar terminológicamente, conservando, quizás, el contenido semántico del concepto. Pero, en definitiva, ¿de qué se está queriendo hablar cuando se habla de igualdad en el contexto del Objetivo cinco de los ODS? ¿Cuál es el objetivo del Objetivo? ¿Qué entienden los adheridos y suscriptores de las declaraciones a favor de la igualdad bajo dicho concepto? ¿Estarán todos, por ventura, compartiendo la misma interpretación o se trata no más que de un rotulo vacío de contenido, asimilable a un puro flatus vocis?

Cuesta trabajo tratar de salir de la paradoja con buen pie, si uno, entrando un poco más allá de la portada retórica de los ODS, se decide a avanzar, siquiera sea un trecho mínimo, por la todavía poco transitada senda igualitarista. Igualdad, ¿para qué?, cabría plantear, remedando al Lenin que en su momento cuestionaba lo propio, a cara descubierta, y sin enmendarse, con respecto a la libertad, una vez los bolcheviques se hubieron apropiado de los mecanismos de control del Estado zarista.

Igualdad, ¿entre quiénes?; e igualdad; ¿para qué?  son, cuando menos, dos cuestiones que resuenan como bajo continuo cuando uno se para a considerar despacio lo que implica la igualdad. Parte de la cuestión queda respondida de manera inmediata, tanto desde el icono que lo representa, cuanto en su literalidad.  En efecto, sobre un fondo naranja oscuro, se lee: “5 Igualdad de género”; y se remacha con un grafismo bien elocuente: un círculo con una cruz en la parte inferior, representando al sexo femenino; y una flecha en el lado superior derecho, haciendo lo propio con el masculino; en el que va inscrito el signo “igual”.

Fácil de entender sí que resulta. Lo complejo es cómo avanzar en la consecución de las metas que emanan de la formulación del Objetivo que aspira a la igualdad. La discusión bizantina acerca de si somos o no somos; de si estamos o no estamos; de si todos somos iguales, pero unos más iguales que otros -Orwell, dixit-… es insoluble; y, de hecho, constituye un bonito pasatiempo de mareo de la perdiz, sin que se produzcan avances de importancia.

Pero aquí puede llegar la empresa en ayuda de la Agenda. Porque, si el movimiento se demuestra andando, el nudo gordiano se deshace a filo de espada, y los problemas teóricos se resuelven mediante la praxis conveniente, las políticas avanzadas de las empresas líderes pueden muy bien servir de pista e inspiración para todo aquel grupo humano –una empresa, una organización, un país- que quiera, de verdad, saber en la práctica cómo se apuesta por la igualdad. Servido el reto, la creatividad en las políticas en favor de la igualdad podrá hacer el resto.  

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