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En este tercer artículo de la serie en forma de poesía que escribo para Diario Responsable intento trasladar los sentimientos que me produce pensar en el río Amazonas y en todo lo que allí está sucediendo.

Huele a humo en las esquinas. Huele a miedo. Huele a sangre.

El aire se tornó oscuro. Se hizo gris el aire puro y se hizo el silencio en el aire.

Arden los gritos al cielo, arde la tierra y la carne.

Arden los silencios rotos, su sonrisa de cobarde.

Arden civilizaciones, el verde, el alma y el arte.

Arde la bolsa y la vida, arde como arde el bolsillo del que nunca llega tarde.

Arden las promesas rotas, las esquivas palabrotas y los caminos que parten. Arden.

Arde el orden y el concierto, el caos y el desconcierto, y hasta el agua del desierto…  ojalá no fuera cierto, pero arde.

Arde nuestro compromiso, arde el techo y arde el piso.

Arden las divagaciones, arden las cuatro estaciones. Y hasta arden los continentes, los caminos y sus gentes. Arden. 

Hay fuego en los almacenes, en aeropuertos y andenes, en fábricas de divisas, y hasta arden las cornisas.

Arde lo que hubo y habrá. Lo que nunca volverá porque matasteis su canto. Y arde el llanto.

Arde el rey y arde el esclavo, el bueno, el feo y el malo. Palabras que lleva el viento. Y arde el tiempo. 

Las especies protegidas, el agua, el sol y la vida. Arde hasta el frío del hielo. Ojalá no fuera cierto, pero arde.

Arde el aire transparente, la esperanza de la gente. Y hasta arde el mismo infierno. Y mientras arde, tu mueca se vuelve hueca y se hace vacío el miedo. Y del miedo te alimentas y me gritas en mis sueños. 

Nunca apagarás mi fuego. Nunca saciarás mi hambre.

Ojalá no fuera cierto, pero arde.

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