Esto último es más obvio en el caso de sectores como los energéticos o el financiero, fuertemente controlados o regulados; o en la construcción de infraestructuras y semejantes, cuyo cliente principal es el Estado español u otros Estados alcanzables por la diplomacia española.
Tal acción política pretende obtener, en cuanto depende de las decisiones gubernamentales, mejores condiciones para que las empresas hagan beneficios, lo que a veces puede alinearse con el interés general (creando empleos o abaratando precios, por ejemplo) y a veces lo contrario (restringiendo la competencia o socializando pérdidas, por ejemplo). En la opinión popular, la impresión al respecto es mixta: hay un razonable poso de sospecha respecto a las intenciones de cualquier acción política empresarial; y al mismo tiempo un obvio aprecio por las empresas en sí mismas, de las que la mayor parte de los españoles obtienen los ingresos necesarios para integrarse en una sociedad de consumo.
Concentrando la atención en una política de empresas dirigida a obtener decisiones favorables del Estado, quizás se ha descuidado la política tras esas decisiones, sean las que cada empresa o asociación deseaba, o no. Por ejemplo, recientemente el Estado (BOE-A-2017-13643) ha modificado una serie de leyes para obligar a las empresas grandes a incluir información no financiera junto con sus informes de gestión financiera, trasponiendo una directiva europea al respecto (2014/95/EU).
Con esos mimbres, todavía la acción política empresarial puede, y debe, hacer un par de canastos: