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Hoy en día se reconoce la existencia de un problema máximo y generalizado en nuestra sociedad: la desconfianza de los ciudadanos en los representantes políticos, en los gobernantes y en los administradores públicos. La ciudadanía es cada vez más sensible a que la actuación de los poderes públicos (en concreto, el poder ejecutivo) sea respetuosa tanto con el espíritu y letra de la ley, como con los principios éticos y valores sociales de su entorno y con la propia herencia cultural y política.

Que el sector público deba responsabilizarse de sus actos no es nuevo y para eso ya existen las leyes y diferentes instituciones y órganos de control en un estado democrático y de derecho; pero además los gobernantes y administradores públicos tienen que mostrar su capacidad para desarrollar un servicio público con clara vocación y orientación al ciudadano e incluso llegar a consolidar principios y valores compartidos, dado que el sector público refleja la ética de la propia sociedad donde aparece y donde está inmerso.

Coloquialmente muchas veces ética y moral se emplean como sinónimos; pero no significan exactamente lo mismo. La ética constituye una rama filosófica que reflexiona sobre la moralidad de nuestra conducta con la intención de legitimarla a partir de unos principios compartidos y respetados por cualquier individuo, independientemente de su moral. La ética no es sólo individual porque puede contribuir también a que una sociedad sea más eficiente y responsable. Cuando las decisiones se toman en representación de una colectividad, la moral individual es insuficiente. De ahí que el verdadero valor de la ética en el ámbito público se tenga que centrar básicamente en lo que “debe ser” y el “cómo” lograr la integración de los valores de la sociedad en el Gobierno y Administración pública.

El “deber ser” en el ámbito público no se circunscribe al cumplimiento de la legalidad, sino que alcanza también a los valores sociales, porque aunque no lleguen a estar reglamentados en normas jurídicas, vienen a expresar algo más que un estado de opinión, generando incluso reacciones de más o menos aceptación y hasta de rechazo a determinadas conductas y comportamientos corruptos de las organizaciones públicas, de sus empleados y cargos y de los representantes que las gobiernan. De hecho, la corrupción no es sino una de las manifestaciones de la crisis de valores en una sociedad democrática y de derecho, que ha venido primando mas los derechos y el relativismo moral, en detrimento del sentido del deber y de la atención a los principios éticos en la gestión de la “res pública”.

Ciertamente, han desaparecido o se han transformado muchos valores en nuestra sociedad, y se ha ido haciendo patente la necesidad acuciante de reinventarlos e incluso elevarlos a rango de Códigos. Esta moda por el buen gobierno y una ética codificada se ha extendido también en el sector público: y así se constataba a nivel internacional en un estudio de la propia OCDE (1997) que lleva por título “Managing Government Ethics” y también por organismos como “The Independent Commission for Good Governance in Public Services” (ICGGPS, 2004). 

 En España incluso se ha aprobado un Código de buen gobierno de los miembros del Gobierno y de altos cargos de la Administración General del Estado en España (B.O.E. 3-3-2005) y a partir del Congreso de Poderes Locales y Regionales del Consejo de Europa (CPLRE) se ha continuado con esta inercia aprobándose un “Código Europeo de Conducta” cuya estela se ha seguido por la Federación Española de Municipios y Provincias con el “Código de Buen Gobierno Local” (FEMP, 15-12-2009) que declaraba expresamente que: “en el seno de la FEMP se creará un Observatorio de Evaluación encargado de valorar la aplicación del Código”. Sin embargo, no se ha cumplido ya que en el seno de la FEMP no se han publicado datos a través de ningún Observatorio que esté funcionando en la práctica. 

 La sensibilidad hacia el buen gobierno se ha llegado a materializar por vía normativa en la Ley 19/2013 de transparencia, acceso a la información pública y buen Gobierno (BOE, 10-12-2013) que prevé la creación de un Portal de Transparencia que, en el ámbito de la Administración General del Estado, centralizará toda la información que debe hacerse pública y, en los términos en los que se establezca reglamentariamente, la información que se solicite con más frecuencia. Se prevé, además, en este punto que el Estado, las Comunidades Autónomas y las Entidades que integran la Administración local puedan adoptar medidas de colaboración para el cumplimiento de sus obligaciones de publicidad activa.

 A nivel autonómico en España también han sido aprobados otro tipo de instrumentos de naturaleza preceptiva para fomentar el buen gobierno y la transparencia pública en general; entre ellas: la Ley 4/2011, de 31 de marzo, de la buena administración y del buen gobierno de las Illes Balears (BOIB, 9-4-2011) o la Ley foral 11/2012, de 21 de junio, de la transparencia y del gobierno abierto en Navarra. (BON, 28-6-2012), la Ley 3/2014, de 11 de septiembre, de Transparencia y Buen Gobierno de La Rioja (BOE, 1-10-2014), etc. 

 Incluso desde la sociedad civil ha emanado desde el año 2008 un instrumento que mide el nivel de transparencia autonómica o municipal en las webs corporativas: por ejemplo, el  ITA (Índice de Transparencia de los Ayuntamientos) evalúa los 110 mayores ayuntamientos de España por áreas o ámbitos: Información sobre la corporación municipal; las relaciones con los ciudadanos y la sociedad; la transparencia económico-financiera, en las contrataciones de servicios, en materia de urbanismo y obras públicas y otros indicadores legales de transparencia. 

Sin embargo, sobre el “cómo” lograr la integración en la propia gestión pública de los valores de una sociedad, no basta con que una organización pública y sus integrantes a nivel de Gobierno o Administración se responsabilicen legalmente de sus actos e incluso rindan indicadores de transparencia susceptibles de una evaluación periódica. Más relevante es tratar de fundamentar la conciencia social de que existe una responsabilidad que se hace efectiva incluso cuando las leyes o los códigos no lleguen a imponerla en aras de satisfacer a los grupos de interés de la sociedad civil con los que se relaciona, tanto internos como externos.

Hoy los Gobiernos y Administraciones, en especial los locales por su proximidad a la ciudadanía, no pueden permanecer ajenos a que la sociedad espera y reclama que sus funciones sean ejercidas con voluntad de servicio público, evitando posibles actuaciones corruptas, lo cual exige, asumir de forma práctica y efectiva diferentes iniciativas q desde todos los organismos públicos:

Liderar y demostrar un proceder ético y un compromiso firme ante los dilemas morales, especialmente contra las conductas corruptas.

Establecer sistemas de arbitraje ágiles en conflictos éticos o en caso de corrupción y acordar para todos estos casos unos criterios de actuación comunes; salvando los complejos entramados procesales legales y rendición preceptiva de cuentas que habitualmente ralentizan la adopción de medidas sancionadoras o preventivas.

Desarrollar unos indicadores que reflejen la ética en la gestión pública y que permitan rendir cuentas a la sociedad de una forma mucho más directa y responsable sobre cuál está siendo su actuación, no sólo en cuanto al cumplimiento de los tradicionales principios de legalidad, economía, eficacia y eficiencia, sino también en términos de sostenibilidad "meta-económica".

Más detalles sobre este tema en: 

CUETO, C. (2014): La responsabilidad social corporativa del sector público: un análisis aplicado a las grandes ciudades en España. Edit. GRIN. Munich. Alemania. 

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