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Nos ha llamado la atención la última encuesta del C.I.S. según la cual los políticos hoy son el tercer problema de preocupación para los españoles. Y a ello se ha sumado la candente noticia de que el Pleno del Parlamento Europeo rechazase la congelación de sus salarios y reducir los vuelos en primera clase y que ninguno de nuestros parlamentarios votara a favor de esta enmienda propuesta por un representante portugués en dicha instancia europea.

Ante este escenario han surgido todo tipo de voces a favor y en contra de nuestros representantes públicos; hasta el punto de que la cosa pública parece que ya no es ni una cosa, ni una realidad, fragmentándose teórica y prácticamente, en tantas opiniones como espíritus, habiendo llegado a convertirse las instituciones en todo un coloso de pies de barro al pairo de divergentes opiniones y redes sociales que facilitan las nuevas tecnologías.

Quizá deberíamos recordar todos que desde finales del siglo XVIII, hay una subordinación de gobernantes y administradores públicos ante los ciudadanos en cada momento y circunstancia histórica y que además  implica su obligación permanente de rendir cuentas o de «responder» y no sólo y sobre todo en vísperas de elecciones. La representación política no se trata, en modo alguno, de una traslación definitiva e irrevocable de poder, o revocable sólo por causas muy graves, como habían pretendido los clásicos.

La idea de responsabilidad de los poderes públicos representa a la vez una modernización de los primitivos conceptos liberales y una reacción contra los totalitarios. Hoy la responsabilidad pública en el mundo occidental debe ser un corolario de los derechos del ciudadano; existiendo un lazo indisociable entre las nociones de legitimidad y de responsabilidad. Una no va sin la otra. La representación y la democracia están estrechamente vinculadas, una no puede estar sin la otra, la responsabilidad no deja de ser más que la otra cara de la representación.

Indudablemente, el espacio político existente entre el individuo y el Estado se va encogiendo ada vez más a causa del debilitamiento y fragmentación de las instituciones públicas junto a toda una atomización normativista que parece polarizarse casi hasta el infinito sin llegar a cumplir su fin social último. Además del respeto del Derecho por parte del poder, debería operar en la sociedad y entre quienes la representan la convicción de que la ley está supeditada incluso a valores morales y principios superiores al propio Estado y a los gobiernos, debiendo exigirse no sólo su cumplimiento efectivo, sino también el juego democrático de todo tipo de responsabilidades públicas, sea cual sea su manifestación o despliegue en instituciones supranacionales, nacionales, territoriales, o incluso societarias.

En este sentido, somos muchos los que creemos que la corrupción no es sino una de las manifestaciones de la degradación de los valores morales en una sociedad democrática de derecho. En este sentido, una de las causas  principales de esta crisis de valores está en la extensión del relativismo moral y de la concepción utilitaria del poder, que parece haber abocado a muchos representantes y administradores públicos a pasar por alto el sentido del deber, sumándose a la reivindicación de sus derechos y el fortalecimiento de sus privilegios, al margen o incluso por encima de la crisis económica y social que vivien quienes representan y/o administran.

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