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Hasta hace unos años sufría lo que parece que se denomina “modelo de déficit de información”, una inclinación bastante extendida entre las personas de ciencias a creer que lo que debes hacer para ganar a la gente para tu (legítima) causa es proveerles de más y mejor información

Esta ilusión, y mi inexperiencia, me llevó a creer que la definición del plan de RSE de la empresa era la parte central de mi trabajo como DIRSE, ya que una vez las personas entendiesen y aprobasen “el por qué”, todo sería mucho más fácil. Sin embargo, a lo largo de los años he podido comprobar que este mito no sobrevolaba solo sobre mi cabeza, y que muchos profesionales de la RSE dan enorme importancia a la identificación y comunicación del business case para ejercer su función con éxito.

Sin duda hay importantes razones para que esto sea así, ya sea porque tenemos que justificar la ausencia frecuente de un mandato claro para el DIRSE, porque nos sentimos impelidos a comunicar el click mental que experimentamos nosotros mismos al entrar en contacto con la RSE o porque creemos que para ejercer un liderazgo efectivo debemos ser capaces de inspirar y transmitir sentido. Sea como sea, tengo la impresión de que el DIRSE estima el business case como una de sus armas más preciadas, aquella que puede medir tanto su éxito como su fracaso profesional. “Si no lo logramos, es porque no somos buenos en articular un business case” he oído en distintos foros. Después de unos años promoviendo la RSE desde dentro y desde fuera de las organizaciones, la pregunta sobre la que me gustaría reflexionar es precisamente esa: ¿está nuestro éxito como DIRSEs determinado en gran medida por nuestra capacidad de desplegar un business case convincente? La respuesta a esta pregunta tiene profundas implicaciones prácticas, ya que en caso afirmativo, con la elaboración de una lista de evidencias y unos cursos de comunicación y persuasión podríamos tener nuestra profesión resuelta.

Aunque efectivamente le damos mucha importancia a la presentación de un business case, creo que si pensamos críticamente sobre ello, la mayoría de nosotros compartiríamos que exponer razones convincentes sobre un retorno económico a corto, medio o largo plazo no ha sido suficiente para provocar un cambio organizativo. Cualquiera ajeno al sector podría razonar que podría deberse a la falta de talento en el colectivo DIRSE para convencer, pero yo no contemplo en absoluto esa hipótesis. Nos queda, por lo tanto, negar la mayor y explorar la idea de que las razones solo sirven para cambiar el comportamiento de las personas cuando el objeto de debate no importa demasiado (esto es, cuando no hay una oposición ideológica o cuando no nos sacan de nuestra zona de confort). De hecho, si pensamos que solo un tercio de pacientes con problemas cardiovasculares severos incorporan a sus vidas hábitos más saludables o que muchas familias aún no vacunan a sus hijos a pesar de la aplastante evidencia a favor de las campañas de vacunación, esta explicación alternativa que rebaja el poder de la razón para cambiar conductas empieza a ganarse su hueco.

La existencia de dos grietas entre razón y acción pude explicar esta aparente pérdida de poder de los argumentos. La primera de estas grietas, la que se produce entre razones y convencimiento, parece tener un carácter adaptativo, ya que nos empuja a abandonar nuestras ideas a favor de mantener nuestros comportamientos cuando ambos entran en conflicto. Es lo que conocemos como disonancia cognitiva, y es la causa de que alguien pueda decir que su trabajo “no está tan mal” cuando en realidad lo odia o que los conductores de grandes y pesados coches sean mucho más escépticos ante el calentamiento global del planeta. Pero la cosa se pone aún más interesante. Distintos estudios señalan que, en algunos casos, proveer razones concluyentes para convencer a tu contraparte no sólo no es suficiente, sino que puede ser pernicioso. Es lo que se denomina “backfire effect”.  Así, cuando se nos presenta una evidencia que contradice nuestras creencias más profundas se activan las mismas áreas cerebrales que participan en el proceso de huida, lo que, entre otros efectos, merma directamente nuestra capacidad física para la escucha. Por ejemplo, y contrariamente a lo que nuestra intuición nos dice, si nuestro objetivo es convencer a Donald Trump sobre la realidad del cambio climático, parece que tendríamos más probabilidades de éxito si le mostramos tan solo una o dos evidencias a este respecto en lugar de todas de las que disponemos[1].

Más allá de todo esto, si bien el DIRSE tendría más que justificado su sueldo si lograse descubrir una manera efectiva de modificar los modelos mentales existentes en muchas organizaciones, la mala noticia es que seguramente ni siquiera esto sería suficiente para producir un cambio en el terreno. Esto es así porque estar convencidos de algo tampoco es garantía de que vayamos a llevarlo a cabo (tenéis todos únicamente bombillas led en casa?). Esta segunda grieta, esta vez entre convencimiento y acción, explica por qué incluso muchos de aquellos proyectos que disfrutaban del consenso de todos se quedan en un cajón o son implementados con enormes retrasos y sin aportar el resultado que se esperaba de ellos. Por ejemplo, uno pensaría que las mejores prácticas probadas en una de las fábricas o una de las oficinas comerciales de una gran empresa se propagarían rápidamente por el resto de la organización, pero la experiencia nos dice que en raras ocasiones esto sucede así. De hecho, según las grandes consultoras, la cifra global de fracaso en proyectos que requieren que las personas actúen de forma diferente a como lo hacían hasta el momento asciende al 60-70%.

 ¿Por qué el cambio es tan difícil? En el proceso intervienen factores psicológicos y organizativos de distinta índole (es difícil que modifiquemos nuestros hábitos, no sabemos cómo cambiar, recibimos mensajes contradictorios por parte de la organización, lo que se espera de mí no está suficientemente bien especificado, estoy pasivamente convencido por el DIRSE pero no siento el cambio como algo mío…). A pesar de la complejidad de estos elementos y su impacto en el éxito de la implementación del proyecto, creo que solemos subestimar la importancia de su gestión (o con suerte los atendemos desde un plan de comunicación normalmente insuficiente). Me da la impresión de que concebimos el cambio como un subproducto derivado de la implementación de un proyecto (un proyecto bonito, legítimo e interesante para todos en la empresa), sin entender que el cambio es un proceso complejo que en sí mismo debe ser gestionado si queremos tener éxito.

Es difícil criticar la ambición del DIRSE por “comunicar sentido” dentro de la organización, ya que es precisamente uno de los principales valores aportados por este profesional. Sin duda debemos seguir haciéndolo, pero debemos tener claro que no será suficiente para movilizar a las personas y obtener resultados. En muchos casos, el enfoque por defecto de los DIRSE es lanzar un programa y luego esperar ganar el apoyo de la organización presentando un impecable business case, sin darnos cuenta de que una buena idea sin el necesario engagement suele convertirse en una mala solución. Mostrar evidencias y convencer, aunque sin duda es esencial para inspirar la acción, no es el D day del DIRSE ni es suficiente para cambiar nuestras organizaciones, como hemos visto.  En mi opinión, la “guerra” para el DIRSE comienza mucho antes y durará aún más de lo que solemos ser capaces de imaginar, y se tornará imposible sin un enfoque que contemple la gestión del cambio como un proceso y un objetivo en sí mismos. ¿Es ésta una competencia para la que estemos suficientemente preparados?

Alma Román Ladra

Alma.roman@gcomp.es


[1] Schwarz N. et al. 2007. Metacognitive experiences and the intricacies of setting people straight: implications for debiasing and public information campaigns. Advances in Experimental Social Psychology, 39, 127-161.

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