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Opinión de Antonio Argandoña, profesor de Economía y titular de la Cátedra ‘la Caixa’ de RSE y Gobierno Corporativo del IESE

En una entrada anterior con este mismo título (aquí) comenté algunos aspectos de propuestas que están ahora en la calle, dirigidas a replantear a fondo las relaciones entre las empresas que prestan determinados servicios básicos y sus stakeholders, principalmente la “comunidad”, que, me parece, no se identifica con la “sociedad” ante la que la empresa asume unas responsabilidades, sino a una parte reducida, acotada, formada por la comunidad local, los sindicatos, los trabajadores, los proveedores locales, algunos clientes, etc.

Las propuestas de revisión de la Responsabilidad Social (RS) que estoy comentando aquí parten del principio de que la regulación de esos sectores (“electricidad, gas, agua, vivienda, servicios bancarios, alimentación, transporte, sanidad, educación y un largo etcétera”) es ineficiente e injusta. No proponen, sin embargo, revisar esa regulación, analizando sus efectos (también los no deseados) o comparándola con las buenas practicas, que hoy se conocen y que son ya muchas. Probablemente suponen que los reguladores son incompetentes, o que están manipulados por las mismas empresas a las que deben controlar.

Lo que se propone es introducir otro ámbito de regulación y control: un “contrato social” entre las grandes empresas de ciertos sectores y la “comunidad” en la que actúan. Ese “contrato” se justificaría “por la necesidad de garantizar el acceso a unos servicios básicos –esenciales para la calidad de vida – a colectivos de bajos ingresos”. Y se supone que ese objetivo no se cumple mediante la regulación, probablemente porque la garantía de servicios básicos a ciertos colectivos no corresponde a la política regulatoria, sino a la del bienestar. Pero la política de bienestar debe enfocarse desde un punto de vista global, teniendo en cuenta todos los ingresos y todas las necesidades, y no solo los de algunos colectivos; las soluciones parciales serán, probablemente, menos eficaces y menos justas. Una familia sin ingresos porque todos sus miembros están en paro, que va a perder su vivienda por no pagar la hipoteca y que se va a quedar sin agua porque no puede pagar sus recibos, necesita soluciones globales, no parciales.

Me parece que hay otra razón para que se propongan soluciones fuera de la política de regulación: hace falta un “contrato social” “no solo con el Estado, sino también con las personas y colectividades con las [las empresas] trabajan”, porque es necesario “reconstruir ‘un Estado fuerte’, con empresas publicas potentes que puedan evitar o dificultar a los intereses privados dominantes la capacidad de ‘extorsionar y chantajear’ al Estado y de imponer sus necesidades a los intereses generales del país”.

Si entiendo bien estas palabras, que están en las declaraciones de algunos políticos en este país y en otros, estamos ante una crítica a la eficacia y a la representatividad de las instituciones políticas existentes que, se supone, ya no representan adecuadamente el interés de todos los ciudadanos: “una pieza de una forma más participativa de entender el gobierno, quizás de particular interés y oportunidad en el ámbito local”. Si no nos podemos fiar del Estado, montemos otro mecanismo de gobierno y control, de carácter populista, que sirvan de contrapeso al poder central y que, al mismo tiempo, permitan una presión directa sobre las empresas, a cargo de unos grupos de interés que actuarán como “partes contratantes (…), atentos vigilantes (…) y denunciantes”, contando, en última instancia, con un “contexto de obligatoriedad legal de los compromisos asumidos por la empresa”.

Si esto es así, la puesta en práctica de ese “contrato social” estaría llena de conflictos. Por supuesto, entre las empresas y esos grupos de interés. Luego, entre esos grupos y el Estado,entre unos grupos y otros: ¿será fácil que los empleados y los consumidores lleguen a un acuerdo sobre lo que es beneficioso para todos, sin gravar especialmente a los demás grupos? ¿Quiénes serán las partes invitadas a participar en el “contrato social” de una multinacional energética con operaciones en muchos países y una cartera de productos diversificada? Las propuestas parecen estar pensadas para comunidades locales reducidas, pero los stakeholders de una empresa grande son muchos y pertenecen a ámbitos geográficos y temporales muy distintos. ¿Será posible tener en  cuenta todos esos intereses de forma coherente, racional y eficiente?

Pero la eficiencia es una variable que no parece estar presente en las propuestas que discutimos, quizás porque se da prioridad a los objetivos sociales. Pero la sostenibilidad económica es también imperativa, aunque solo sea porque los recursos son limitados, en cualquier ámbito geográfico. Da la impresión de que el problema se plantea en términos de una empresa poderosa y rica, que se enfrenta a unos grupos de interés maltratados, y que la solución estará en algunas limitaciones a la operativa de la empresa y algunas compensaciones económicas.La empresa, por ejemplo, tendrá que reducir drásticamente su contaminación, a no ser que pague generosas transferencias a la comunidad local (el carácter global de la contaminación parece que será menos relevante), y se supone que la empresa tiene los recursos necesarios para ello, o podrá tenerlos si lo desea, y que sus costes correrán a cargo de “la empresa”. O sea, de sus accionistas que, de todos modos, seguirán financiándola sin oponer resistencia.

¿Tendrá todo esto consecuencias más amplias? Por ejemplo, ¿es probable que las empresas repercutan los mayores costes en los consumidores? La respuesta puede ser triple: 1) no, no los podrán repercutir porque el contrato lo impedirá (en cuyo caso tendremos que repasar la experiencia de épocas pasadas sobre el deterioro progresivo de la calidad del servicio, su ampliación y la innovación en las empresas nacionalizadas); 2) sí, lo repercutirán (en cuyo caso estaremos ante una transferencia no democrática y probablemente injusta, entre los consumidores y otros stakeholders); y 3) podrán repercutir una parte (solución que participará de los problemas de las dos anteriores).

En definitiva, este tipo de propuestas suele olvidar el viejo dicho de que “no hay comidas gratuitas”. O no lo olvida, pero antepone el objetivo redistributivo al económico, como si este no fuese suficientemente relevante. Si el objetivo es crear líneas nuevas de gasto, paralelas o complementarias del estado del bienestar y, sobre todo, nuevas fuentes de financiación del mismo, a cargo de las empresas, ¿puede garantizarse un mínimo de eficiencia?

Me he extendido mucho en este tema, pero me parecía importante. Bajo la apariencia de discutir cómo conseguir que algunas empresas grandes en sectores sensibles tengan conductas socialmente más correctas, hemos acabado discutiendo qué es una empresa, cuáles son las consecuencias de las decisiones que se toman sobre ellas, en qué debe consistir una política de protección del bienestar de los ciudadanos, cómo se pueden financiar las necesidades de esos ciudadanos, cómo se puede gestionar la insatisfacción de los ciudadanos con el estado actual de la representación política… y qué es eso de la RS. Que no es solo cumplir la ley, ni repartir dinero (que a menudo no sale del bolsillo del accionista, sino de otros stakeholders), ni se limita a unos resultados materiales, ni convierte a las empresas en oficinas de atenciones sociales. Cuando le preguntaron a aquel ladrón por qué robaba bancos, contestó que porque eran los que tenían el dinero. Tratar de que las empresas se hagan cargo de las necesidades de los ciudadanos puede ser una respuesta tan simplista como la del ladrón. En todo caso, visto el ambiente político, al menos en España, me parece que tendremos que volver a tratar de estos temas con mucha frecuencia.

 

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