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Como era inevitable, empiezan a acumularse las publicaciones sobre las causas de la crisis y sobre el papel jugado en ella por el Sector Financiero. Naturalmente, las hay –como siempre en la botica editorial- de todo color, textura y calidad: también, por fortuna, imaginativas y sugerentes.  Quisiera recomendar encarecidamente una de entre éstas: la titulada ¿Y después de la crisis qué…? (Gedisa, 2009). Quizás desmesuradamente desmelenada para algunos, pero repleta, en mi opinión,  de una frescura y de una  pretensión de sana radicalidad que resulta, cuando menos, muy estimulante.


José Ángel Moreno

Profesor universitario de Responsabilidad Corporativa

Como era inevitable, empiezan a acumularse las publicaciones sobre las causas de la crisis y sobre el papel jugado en ella por el Sector Financiero. Naturalmente, las hay –como siempre en la botica editorial- de todo color, textura y calidad: también, por fortuna, imaginativas y sugerentes.  Quisiera recomendar encarecidamente una de entre éstas: la titulada ¿Y después de la crisis qué…? (Gedisa, 2009). Quizás desmesuradamente desmelenada para algunos, pero repleta, en mi opinión,  de una frescura y de una  pretensión de sana radicalidad que resulta, cuando menos, muy estimulante.

 

Su autor es un veterano que tiene suficiente bagaje para saber de lo que escribe: Jacques Attali, joven enfant terrible de la economía francesa en los finales de la década de 1970, asesor áulico de Miterrand en los 80, primer presidente del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo a comienzos de los 90, fundador y presidente de una importante entidad  impulsora de las microfinanzas (PlaNet Finance) en 1998 y de nuevo asesor presidencial en la actualidad (ahora de Sarkozy). Y entre tanto, autor de una considerable serie de libros de economía, ensayos socioeconómicos e incluso novelas. Sin duda, todo un personaje.


En su última obra plantea una síntesis más, apretada y pretendidamente didáctica, de la crisis financiera, complementada  por un poco convencional repertorio del tipo de medidas necesarias para superarla. Pero todo con una ambición mayor de la habitual en este tipo de textos: encontrar  la razón última de las causas que han conducido a la situación actual. Una búsqueda  que me parece que tiene una gran utilidad para ayudar a delimitar la responsabilidad que en todo este proceso ha tenido el Sector Financiero.

 

Mi intención en estas líneas es sólo resumir lo que entiendo que es el fondo final de su argumento, intercalando apreciaciones personales que creo que no contradicen la línea general del libro y que ayudan a concretarla.

 

Ante todo  - anticipemos el  desenlace-,  la responsabilidad del Sector Financiero en la crisis ha sido, desde luego, decisiva: pero las raíces hay que buscarlas en otro ámbito. Derivan de una posición hegemónica del Sector Financiero, que Attali delimita perfectamente, pero cuyas causas no explica suficientemente, en lo que me parece la mayor debilidad del libro.



Causas, creo,  que habría que rastrear  en un proceso que  -aunque iniciado mucho antes-  se intensifica con claridad desde mediados de la década de 1970, en parte como vía de superación de la severa crisis del momento. Un proceso revolucionario de globalización y aceleración tecnológica impulsado por elementos objetivos que se retroalimentan, pero dirigido por una firme determinación política que lo encauza y condiciona: una voluntad de liberalización y desregulación por la que apuestan con decisión los gobiernos de los principales países avanzados, apoyados en una ideología y una base académica que consiguen una posición crecientemente dominante y que rechazan tajantemente los fundamentos del paradigma keynesiano, el intervencionismo público en la economía y el Estado del Bienestar, reivindicando en su lugar la eficiencia económica general que se deriva del funcionamiento más libre posible del mercado.



Es esa voluntad política -y no una presuntamente ineludible fuerza de los hechos- la que explica la senda por la que desde entonces se encamina la actividad económica, sus principales tendencias y el balance general de ganadores y perdedores.



Entre los primeros, y limitándonos al escenario del mundo desarrollado, destaca nítidamente uno: el conjunto de los sectores mayoritarios de la población. En prácticamente todos los países avanzados se experimenta desde entonces un intenso crecimiento de las desigualdades,  una incuestionable pérdida de peso de los salarios y una también apreciable pérdida de capacidad adquisitiva de los salarios de la mayoría de los trabajadores.


Entre los ganadores, figuran ante todo dos tipos de agentes: las grandes empresas transnacionales y las entidades financieras. No hay más que comprobar la dimensión, el volumen absoluto de beneficios y el peso de los beneficios agregados de estos agentes en los PIB correspondientes.



Muy especialmente, debe repararse en el cambio de situación que el proceso de liberalización-globalización ha supuesto para el Sector Financiero: con toda seguridad, el que mejor ha sabido moverse en el nuevo escenario mundial y el que mejor ha aprovechado las posibilidades desreguladoras y globales.  En buena medida, porque su materia prima -el dinero- ha sido la que más integralmente se ha beneficiado de la movilidad, virtualidad y desregulación del nuevo contexto.  Algo  que ha impulsado también posibilidades en aumento para el conjunto de las actividades financieras de todo tipo de agentes y de los mercados financieros (la llamada “financiarización” de la economía): actividades y mercados en los que, ciertamente, intervienen cada vez más entidades no financieras (la financiarización ha venido acompañada por una aparente desintermediación bancaria), pero en los que, en última instancia, el Sector Financiero ha desempeñado un papel cada vez más relevante, como pieza central y decisiva de esa actividades y de esos mercados.



No es de extrañar, por eso, que el Sector Financiero haya emergido de la transición como el sector dominante por excelencia: tanto que ha sido capaz de impulsar crecientemente las reglas de juego que más le beneficiaban.  Hasta el punto de imponer lo que puede entenderse como un nuevo modelo de crecimiento en los países avanzados: un modelo -y aquí  retomo directamente  el argumento de Attali- en el que la necesaria expansión de la demanda se basa en el crecimiento del crédito. Frente a las limitaciones de la capacidad adquisitiva real de los sectores mayoritarios de la población, el Sector Financiero ha sido capaz de posibilitar un ingente crecimiento del crédito y de convencer a la sociedad de la conveniencia de su utilización creciente, facilitando así un también ingente crecimiento de la demanda privada (tanto de vivienda y de consumo como de inversión), que ha sido uno de los fundamentos (no el único, sin duda)) del intenso crecimiento económico experimentado tendencialmente desde mediados de la década de 1980.



Elemento básico para esta estrategia ha sido la política monetaria, que, a través del mantenimiento de bajos tipos de interés,  ha desempeñado un papel  decisivo en la expansión crediticia: sin los tipos bajos hubiese sido inviable. Algo que, si se está de acuerdo con esta interpretación,  no ha sido una simple circunstancia favorecedora, sino una política impuesta por los intereses dominantes en el sistema: un requisito para el modelo de crecimiento impuesto.



Naturalmente, el proceso tiene contrapartidas. Las dos más relevantes son un crecimiento paralelo del endeudamiento privado (hasta los espectaculares niveles actuales) y una complejización creciente de los productos financieros. Detengámonos un instante en este segundo factor, porque es considerado por muchos analistas como la causa de la crisis financiera, cuando no es más que una consecuencia del modelo impulsado por el Sector Financiero.



El crecimiento continuo del crédito ha condicionado tres fenómenos interrelacionados: una continua relajación  en los criterios de riesgo, sistemas de gestión del riesgo crecientemente sofisticados (aparentemente capaces de gestionar eficientemente riesgos mayores, pero en la práctica focalizados a redistribuir ese riesgo a través de productos colocados en el mercado que lo disfrazaban convenientemente hasta hacerlo prácticamente opaco) y, finalmente, una paralelamente creciente necesidad de recursos financieros.

Los productos financieros de alto riesgo que han desencadenado la crisis no han sido sino la solución buscada para esa triple necesidad:



    * En primer lugar, una reducción continua en los perfiles de riesgo considerados infranqueables en los préstamos hipotecarios y de consumo (directos o a través de tarjetas de crédito).
   

   * En segundo lugar,  la distribución del riesgo, a través de la ya famosa titulización de  estos créditos en sofisticados productos financieros  derivados que se han colocado en cantidades increíbles en todo tipo de entidades (bancos, fondos de alto riesgo, fondos de inversión convencionales, fondos de pensiones, empresas …) e incluso entre particulares. Productos que permitían transferir el riesgo desde los financiadores de primera línea a los compradores y que han sido muy bien aceptados pese a su opacidad (raramente el comprador sabía lo que realmente adquiría) por su alto rendimiento (el tipo de interés de los préstamos a particulares de alto riesgo) en momentos de tipos de interés bajos y de rentabilidades alternativas también bajas. Algo a lo que han contribuido de forma decisiva la escandalosa complicidad de las firmas de calificación (que han asignado evaluaciones de primer nivel a productos de altísimos -y difícilmente determinables- niveles de riesgo) y los diferentes procedimientos de aseguramiento (incapaces de asegurar en muchos casos los productos financieros en la realidad y más bien elementos facilitadores de la complejidad y opacidad de los productos y de su funcionalidad especulativa).  


    * En tercer lugar, la captación  a través de esos  productos de los recursos financieros cada vez mayores necesarios para mantener la espiral del crédito (y del endeudamiento) en que descansaba la economía.

 

Es un  proceso que ha tenido en Estados Unidos su plasmación paradigmática, contaminando desde allí a prácticamente todo el sistema financiero internacional a través de la difusión de los productos titulizados. Pero en sus líneas más generales no se trata de un fenómeno exclusivo de Estados Unidos: la expansión del crédito a prestatarios de calidad progresivamente decreciente -con los consiguientemente crecientes  niveles de riesgo sistémico- se ha producido en prácticamente todos los países avanzados (y en buena parte de los países en desarrollo). España, sin duda, es un caso muy característico. La contaminación de sus entidades financieras por la adquisición de productos tóxicos ha sido indudablemente reducida, gracias a su más estricta regulación,  pero ha contado con vías específicas de expansión del crédito en el fondo muy similares: el intensísimo crecimiento del crédito hipotecario y al sector inmobiliario (recurriendo a niveles muy elevados de financiación exterior para posibilitarlo) han convertido a España, de hecho, en uno de los países más afectados por la crisis. Como recuerda el profesor García Montalvo en otro libro recomendable (De la quimera inmobiliaria al colapso financiero, Antoni Bosch, 2008), “…el motivo por el cual las entidades financieras españolas no han invertido en el subprime americano es muy simple: tenían suficiente subprime español donde invertir”.  

 

En todo caso, y retomando el argumento central, hay pocas dudas de que ha sido la proliferación (difícilmente imaginable hasta su constatación con la crisis) de los productos “tóxicos”  (no sólo basados en créditos hipotecarios) y su difusión a todo tipo de entidades financieras (contaminando los balances de activos de alto riesgo y baja calidad)  la causa directa de la crisis. El endeudamiento creciente tiene siempre, inevitablemente, un límite: en la crisis actual ese límite se ha evidenciado con los primeros síntomas de morosidad creciente en el mercado hipotecario, que ha desencadenado el proceso ya demasiado conocido de quiebra inmobiliaria, colapso hipotecario y de crédito al consumo,  crisis encadenada de entidades financieras por el afloramiento de activos de mala calidad, pánico financiero, contracción de los mercados crediticios  y crisis generalizada final.

 

Pero el libro de Attali -y éste, en mi opinión, es su mayor mérito- no quiere quedarse en esta explicación convencional. De acuerdo con lo que se ha venido exponiendo, su interpretación es muy diferente.  Las causas últimas están en el modelo desregulado implantado a nivel mundial, que ha permitido una expansión desequilibrada del mercado (y particularmente del financiero) y una posición excesivamente dominante del Sector Financiero: una posición de poder desde la que ha impulsado un modelo de expansión crediticia que es el verdadero causante de la crisis.

 

Por eso, los remedios no pueden limitarse a los que se vienen barajando: ni siquiera a los más ambiciosos.  No bastan formas eficaces de salvamento de las entidades con problemas, ni un control público efectivo de las entidades intervenidas, ni una mayor y mejor regulación y supervisión, ni un mayor rigor en los sistemas y niveles de riesgo de las entidades financieras, ni una estricta limitación de los productos financieros y de las llamadas “zonas de sombra” de las entidades (paraísos fiscales en primer lugar), ni estructuras remunerativas no focalizadas en el corto plazo, ni una mucho mayor transparencia informativa, ni estándares éticos más estrictos (es decir, exigidos), ni una mayor intervención pública en los circuitos de crédito. Ni siquiera basta con una coordinación internacional efectiva para que todo lo anterior sea mínimamente viable.

 

Todo esto es necesario, pero hace falta también plantearse con decisión un objetivo que enmarque  a todo lo anterior y lo de coherencia y generalidad:  redefinir el papel y el peso del Sector Financiero, para que recupere su función original de mecanismo básico de apoyo de la actividad económica, limitando su actual capacidad de liderazgo y determinación. Una capacidad que, como cualquier otra particular, distorsiona la actividad económica en contra de los intereses generales. Algo, piensa Attali,  para lo que, a su vez, hace falta avanzar hacia un objetivo eminentemente político defendido por muchos, pero cada día más lejano: compensar razonablemente el poder del  mercado con el poder democrático (tanto a nivel nacional como internacional).

 

¿Estamos ante una nueva visión conspiratoria y un tanto alucinada de la realidad económica? ¿Un revival  trasnochado de las viejas teorías del poder de la oligarquía financiera? Puede que haya algo de todo eso. Sin duda,  el libro de Attali es muy cuestionable: pero  tiene la virtud de invitarnos a repensar si el camino emprendido desde mediados de los 70 del pasado siglo ha sido o no el más conveniente, tanto para la mayoría de la gente (la que ahora está pagando, muchas veces de forma dramática, la crisis) como para la propia sostenibilidad del sistema. En definitiva,  puede que sea aquí  donde radique el verdadero reto (ciertamente, eminentemente político) que la crisis plantea.

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