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La Inteligencia Artificial (IA) ha dejado de ser algo imaginado: se está introduciendo en la cotidianidad. Es probable que no seamos del todo conscientes, pero mucho de lo que hacemos con nuestros smartphone, tablet, PC o el doméstico receptor de televisión usan herramientas que, genéricamente, tomadas en su conjunto, tienden a producirnos dosis intermitentes de inquietud. Menos aún somos capaces de pergeñar su alcance y, concretado en lo propio, en qué grado nos va a condicionar. A ello toca añadir las consideraciones éticas, morales o relacionadas con nuestros derechos privativos, en tanto que seres humanos miembros de un cuerpo social. Lo cierto, como preámbulo, es que, puestos a debatir, son más las dudas que las certezas que suelen derivar.
Inteligencia Artificial: dudas y certezas

Es hasta cierto punto entendible que los más veteranos se aproximen al fenómeno con relativa condescendencia: a fin de cuentas, existe la tentación de trazar paralelismo con otra innovación disruptiva -en puridad no hay tantas- que en su momento trastocó las dinámicas de la sociedad; quizás la más equiparable sea la invención de la electricidad. Claro que no es menor la propensión a exagerar el adanismo, dándole perfiles de primera vez. En otras palabras, hay riesgo de distorsión por los extremos: sea negar validez al manejo de antecedentes o, al otro lado manejarlo en términos dejá vu.

Dejando para mejor ocasión y mayor cualificación las elucubraciones sobre el alcance, no es exagerado, sino procedente, atender las implicaciones éticas, morales y sociológicas de la, por otra parte imparable, popularización de la IA. El abanico es muy amplio, pero quizás dos enfoques puedan destacarse del resto: el impacto sobre la ocupación -si se prefiere empleo-, de una parte, y el acceso a la intimidad personal, cuya preservación y gestión privativa están expresamente reconocidas en la Declaración Universal de 1948.

Es incuestionable que el avance tecnológico tiende a amenazar un número significativo de puestos de trabajo, sustituyendo personas en determinadas tareas. Sabemos que no es nada nuevo: sustituir personas en la realización de distintas tareas ha sido, es y será una constante histórica, sin que hasta ahora haya se haya saldado dramáticamente; incluso podría decirse ¡al revés! Las sucesivas fases de destrucción creativa, por recurrir a la terminología de Schumpeter, han más que compensado la ocupación perdida con creación de nueva, aunque se deba matizar que ni las habilidades requeridas han sido las mismas ni el reequilibrio se ha mantenido -todo lo contrario- en términos sectorial ni territorial. Cierto que, como rezan los folletos de los fondos de inversión, rentabilidades pasadas no garantizan ganancias futuras; es decir, que haya ocurrido antes no puede ni debe ser suficiente para tranquilizar. ¿Qué cabe considerar distinto esta vez? En lo que valga, es verdad que organismos internacionales, amén de consultoras presuntamente reputadas, han cuantificado los empleos en riesgo de desaparición por la IA: hasta el 40 por 100 de los actuales ha pronosticado la Organización para el Desarrollo Económico (Ocde). De momento no pasa de ser un futurible, exagerado o no, pero suficiente para tenerlo en cuenta.

La amenaza -invasión- de lo que los europeos entendemos por privacidad no surge ahora, aunque es notorio que avanza en paralelo al desarrollo de nuevas herramientas, máxime cuando se trata de procesos replicadores de la mente humana: sin entrar en particularidades, la eventual sofisticación demandará un creciente volumen de datos personales. De ahí que la muchas veces planteada exigencia de transparentar tanto la captación como el uso se antoje cada vez más perentoria. Uso que ya no sólo debería considerarse frente a terceros, sino extendido, directa o indirectamente, al propio facilitador.

A nadie se oculta que el dominio de la tecnología asociada a la IA enfrenta, de un lado, a Estados Unidos y China, pero no menos a estos países con la Unión Europea, en este caso en el ámbito de la regulación. Surge aquí otro dilema importante, no exento de consideraciones éticas: hacer compatibles las reglas, la normativa, con el desarrollo mismo de la tecnología, de modo que aquéllas no actúen como freno de éste, pero sin caer tampoco en dejar a la sociedad por completo desprotegida.

Se puede decir, atendiendo a lo último, que el dilema no es novedoso ni distinto de lo planteado en distintos momentos de la historia. Pero, tan cierto como que se puede manejar una lista de precedentes, es innegable que estamos ante algo tan insólito como distinto: tras siglos de implementar tecnología sustitutoria del esfuerzo físico humano, toca afrontar la expectativa -ya realidad- de máquinas, procesos y aplicaciones que emulan el desempeño mental de las personas. ¿Hasta qué punto? Se puede apostar.

 

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