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Opinión de Antonio Argandoña, profesor de Economía y titular de la Cátedra ‘la Caixa’ de RSE y Gobierno Corporativo del IESE

Antonio Vives escribió hace poco en su blog Cumpetere sobre “¿Es la empresa pública la solución a la irresponsabilidad de la empresa privada?” (aquí). Viene a decir que el recurso a la empresa pública para solucionar las cosas que hacen mal las empresas privadas puede ser una grave equivocación. Estoy de acuerdo con él. La marea desreguladora y privatizadora de los últimos treinta años se ha querido ver como un asalto del neoliberalismo a un capitalismo que tenía un rostro humano. Y, es verdad, se han cometido muchos desaguisados.

Pero no hay que olvidar que la señora Thatcher, a la que se atribuyen todos los males de las últimas décadas, se encontró con la herencia de unos gobiernos incapaces de hacer frente a la ineficiencia de las empresas públicas, la arrogancia de los sindicatos (que, no lo olvidemos, defienden los intereses de sus afiliados, no el bien común de la sociedad) y la pérdida de competitividad de la economía británica, que tuvo que pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional. Y, sin ir más lejos, recordemos la ineficiencia de las empresas públicas españolas hace cuatro décadas, o las actuaciones de muchas de las antiguas cajas de ahorros, que se comportaron como verdaderas empresas públicas, controladas por los políticos. Quienes no conocen la historia, están condenados a repetirla.

Pero no quiero escribir sobre las empresas públicas, sino sobre el nuevo papel que algunos autores, ligados principalmente al nuevo laborismo inglés, parecen atribuir a la Responsabilidad Social, RS. (Antonio Vives cita un artículo de José Ángel Moreno en Diario Responsable, con el título de “Nacionalizaciones y licencias sociales: ¿una perspectiva nueva para la RSC?”: verlo aquí). Quiero prevenir al lector que mis comentarios se van a extender a más de una entrada, pero la extensión me parece necesaria, porque entiendo que las propuestas que aquí comento tocan temas de fondo de nuestro modelo económico.

Si entiendo bien esas propuestas, se trataría de dar una nueva función a la RS, como instrumento obligatorio, que complementaría lo ya conseguido por la regulación, las empresas públicas y las nacionalizaciones. Se trataría de negociar un “contrato social” entre las grandes empresas en sectores de servicios básicos (electricidad, gas, agua, vivienda, servicios bancarios, alimentación, transporte, sanidad, educación y “un largo etcétera”) y “la comunidad en la que operan” (en la que incluye a trabajadores, consumidores, proveedores locales, personas necesitadas, comunidad, medioambiente…). Ese “contrato social” vendría exigido por la “licencia para actuar” que la comunidad ha dado a las empresas, y llevaría consigo un conjunto de compromisos con los grupos de interés mencionados antes, compromisos a los el parlamento atribuiría “obligatoriedad legal”.

Siempre es oportuno “repensar” la RS. El problema es que, si empezamos presentándola como“actuaciones de imagen (…) absolutamente voluntarias, unilaterales y discrecionales, al tiempo que claramente insuficientes en su alcance e incidencia, cuando no engañosas”,llevadas a cabo por empresas con “la habitual prepotencia con la que operan” y su “capacidad para ‘extorsionar y chantajear’ al Estado”, no hace falta ir muy lejos para descalificar todo lo que se ha hecho hasta ahora. Y este no me parece el mejor medio para tratar de encontrar “perspectivas nuevas para una forma más consistente de afrontar la responsabilidad social”.

La idea del “contrato social” basado en una “licencia para actuar” merece también algún comentario. Las empresas que prestan determinados servicios de interés público gozan de un “privilegio público (…), un mercado muchas veces cautivo”. Esto no es algo nuevo, sino que ha sido estudiado desde hace décadas, y viene reconocido por el legislador, que impone numerosas condiciones sobre los requisitos y procedimientos para obtener su concesión, las vías de reclamación y los recursos, la duración de la concesión y sus condiciones, los requisitos de su operación, la calidad del producto o servicio, las tarifas máximas que puede cobrar, como debe tratar a los usuarios o consumidores que se encuentren en condiciones especiales, los impuestos que debe pagar, la rendición de cuentas, etc. Todo esto “constituye, directa o indirectamente, una suerte de licencia”, que podríamos llamar “administrativa”.

Pero no se debe confundir con la “licencia social” o “licencia para actuar” de que hablan algunos autores, al tratar de la RS. La “licencia para actuar” es, más bien, el reconocimiento del derecho de todo ciudadano a actuar dentro de la sociedad, de acuerdo con la ley y la ética, y respetando los derechos de los demás ciudadanos y el bien común. Esa “licencia” forma parte de los derechos de la persona, y nadie, ni siquiera el Estado, tiene porqué arrogarse un privilegio sobre su concesión.

Si se quiere, esa “licencia social” es la base de la RS, en el sentido de la definición dada por la Comisión Europea en 2011, como “responsabilidad por los impactos en la sociedad”: la sociedad me reconoce el derecho a actuar en su seno, y me recuerda, al mismo tiempo, que esto lleva consigo algunas responsabilidades. El “contrato social” vendría a ser el instrumento en el que se concretaría esa “licencia social”. Así considerados, ambos conceptos serian una buena base para la RS, aunque pueden tener una connotación que no me parece correcta, cuando el “contrato social” se hace eco de demandas o expectativas de la sociedad, más o menos arbitrarias, que se añadirían a lo que constituye la esencia del contrato y de la licencia.

La licencia que he llamado “administrativa” para gestionar un hospital, una empresa de transporte interurbano o una compañía distribuidora de gas (y que se extiende a otros sectores, como la alimentación, sin especificar si se refiere a la agricultura, la agroindustria, la distribución, el comercio al detall o la restauración), es otra cosa. Se basa en la identificación de aspectos concretos de aquella actuación que tienen especial relevancia social, y que generan, como he dicho antes, privilegios y obligaciones para la empresa. Este es el objeto de la regulación, que debe reconocer esos derechos (por ejemplo, la empresa distribuidora de gas será la única que preste ese servicio en una localidad, excluyendo la competencia de otras y disfrutando, por tanto, de un monopolio natural) y esas obligaciones (sobre el servicio, los derechos de los ciudadanos, las tarifas, el control por parte de la autoridad, etc.). Regulación que, según la propuesta que aquí comento, es insuficiente e injusta. Pero el lector me perdonará si detengo aquí mi argumentación, hasta una futura entrada.

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