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(O De la extraña máquina de don Ramón)

Corren tiempos en los que se debate en los variados foros de las villas y cortes administrativas y corporativas sobre cómo fomentar la capacidad innovadora de las empresas y sobre qué aspectos hay que potenciar para que su puedan llegar a lograr productos y soluciones verdaderamente punteras a nivel mundial.

Hoy quiero reivindicar un elemento que considero imprescindible para el avance científico y técnico de una sociedad, y que pienso que se le presta menos atención que a otros: la pasión.


Comparto con vosotros este artículo que publiqué en los suplementos de La Voz de Galicia y que fue de los primeros en reivindicar la figura de un periodista gallego que figura en la historia de la computación. Genial y apasionado, brillante y apasionado, innovador y apasionado. Queridos amigos, con todos vosotros: Ramón Silvestre Verea.

De la extraña máquina de don Ramón

Optimized-maquina_de_calculoEn los depósitos de la sede central de la IBM, en White Plains (Nueva York), se custodia una extraña y antigua máquina de calcular construida en 1878 y que resulta ser la primera calculadora capaz de multiplicar y dividir de manera automática.

La valiosa pieza forma parte de la colección particular iniciada en 1930 por Thomas J. Watson Sr., presidente fundador de la IBM, quien ya entonces intuía que aquel artilugio formaba parte de la prehistoria de la computación. La Calculating Machine nº3 pesa 22 kilogramos, está hecha de hierro y acero amarillo y tiene un lugar reservado en la historia de la informática, pero debería de tenerlo también en la historia de España, ya que el hombre que la ideó, diseñó, construyó y patentó se llamaba Ramón Verea y era natural de A Estrada (Pontevedra).

Ramón Silvestre Verea García nació el 11 de diciembre de 1833 en San Miguel de Curantes (A Estrada). En su infancia asistió a la pequeña escuela parroquial y recibió también lecciones de un tío sacerdote con vistas a estudiar una carrera en Santiago.

En 1847 estudió en Compostela en la facultad de Filosofía y Letras. Se alojaba en una habitación en el número 36 de la Rúa do Franco. Sus más bien pobres calificaciones académicas no anunciaban, desde luego, el gran futuro intelectual que después alcanzó Verea. La nota más alta que figura en su expediente es un «regularmente» y la mayoría de las materias se despachan con un «mal». Quizá por ello dejó la Universidad e ingresó en el seminario, aunque este inquieto personaje tampoco se sentiría cómodo en el, y terminó por abandonar definitivamente los estudios cuando tan sólo tenía veinte años de edad.

Daba comienzo entonces su verdadera aventura vital. Embarcó rumbo a Cuba, que será su primer destino como emigrante. Allí trabaja como maestro, escribe también dos novelas (La cruz de piedra y Una mujer con dos maridos) y ejerce el periodismo en el diario El Progreso de Colón. Tras su periplo cubano, decide trasladarse a Nueva York, ciudad a donde llega con treinta y dos años, en 1865.

«Gangs of New York»

La ciudad en la que desembarca Ramón Verea no es la cosmopolita y elegante Gran Manzana de los años posteriores, sino la caótica amalgama descrita en la película Gangs of New York de Martín Scorsese. En sus calles y en sus tabernas convivía una riada humana en busca de su billete para el sueño americano. Un millón de personas se amontonaban en aquella Nueva York que se reinventaba cada noche, de los cuales más de la mitad eran extranjeros procedentes de todos los rincones del mundo. Durante los treinta años que permaneció allí, Verea vio crecer y definirse a la ciudad. Asistió en directo a lo que él llamaba el «espectáculo del progreso». Eran los años en los que se construía el puente de Brooklyn, llegaba de Francia la Estatua de la Libertad y nacía Central Park.

Mientras aquella sociedad se desarrollaba a gran velocidad, Ramón Verea sentía que España iba en la dirección equivocada. «Demasiados escritores», decía él, «demasiados abogados, lo que necesita una sociedad que quiere ser independiente son ingenieros e inventores». Muchos de sus amigos americanos le reprochaban que los españoles no tuvieran capacidad de adaptación, que su época había pasado, que no alcanzarían ya el tren del progreso.


Un español también puede inventar

Ramón decide entonces intentar demostrar que «un español puede inventar igual que un americano». Se dedica a su proyecto con pasión y el resultado es que en 1878 recibe la medalla de oro de la Exposición Mundial de Inventos de Cuba, celebrada en Matanzas, por su avanzada máquina de calcular, que supuso una enorme contribución al futuro desarrollo de la computación.

Pascal y Leibniz habían realizado intentos de resolver el problema del cálculo mecánico y muchos otros científicos trabajaron sobre los mismos principios, pero hasta que Ramón Verea creó su máquina no se había conseguido ir más allá de sumar y restar con un sistema lento, cansado y tedioso. La calculadora de este gallego era capaz, además, de multiplicar y dividir, de hacerlo exacta e instantáneamente y de permitir hasta quince cifras en el resultado. Su avance en este campo resulta asombroso e inmenso, y mucho mas teniendo en cuenta que Verea era periodista y escritor y no hombre de ciencia. El Scientific American, el New York Herald y muchos otros medios de comunicación se hicieron amplio eco del invento.

Optimized-firma_VereaPatentó su máquina el 10 de septiembre de 1878 (patente número 207.918), pero asombrosamente rechazó intentos de comercializarla o de continuar trabajando en ese campo, que le podría haber reportado mucho dinero y reconocimiento, porque, según declaró al Herald: «Sólo me movía el afán de contribuir con algo al avance de la ciencia y un poco de amor propio. Yo soy un periodista y no un científico y, además, lo que yo pretendía demostrar… ya está demostrado».

Sobre la base técnica que propone Verea otros trabajaron con posterioridad, y llegaron máquinas más perfeccionadas como la Millionaire de Steiger, de la que se vendieron miles y miles de unidades, todas deudoras del método y del camino abierto por este ilustre hijo de A Estrada. El desarrollo del comercio era imposible de controlar a mano y las empresas demandaban todo tipo de mejoras.

Hombre honrado y pobrísimo

Ramón Verea falleció en Buenos Aires el 6 de febrero de 1899. El diario El Eco de Galicia, editado en esa ciudad, le dedicó un sentido artículo en el que se destacaba su honradez y su extrema pobreza: «La Asistencia Pública recogió el cadáver y, practicada la autopsia, resulta que el fallecimiento es debido a una afección pulmonar. (…) El sepelio tuvo lugar ante muy regular concurrencia».

Verea murió solo y fue enterrado en un panteón anónimo del cementerio del Oeste. Su máquina fue superada y mejorada y hoy duerme su sueño en un tranquilo sótano, olvidada por casi todos. También el nombre de su creador fue cayendo en el olvido y ha quedado reducido a los manuales especializados. Quizás la próxima vez que usemos una calculadora no podamos evitar pensar en este hombre brillante y apasionado. Si es así, el objetivo de este artículo se habrá conseguido.

 

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