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Trafalgar” es el pomposo título de un texto que hace justamente diez años se publicó con mi firma en este periódico decano. Un artículo que reflexionaba sobre la responsabilidad social (RS) a partir de las palabras con las que en octubre de 1805 el Almirante Nelson arengó a la armada británica antes de enfrentarse y vencer a la flota franco-española en la famosa batalla de Trafalgar: “La patria espera que cada uno cumpla con su deber”. Aquel artículo fue mi primera colaboración con CincoDías y la han seguido casi dos centenares más en esta última década. Resulta evidente que la generosidad y la paciencia del director y de los editores del periódico, además de proverbial, ha sido casi infinita...

Diez años (2005-2015), y con crisis perenne de por medio, es un periodo sobre el que merece la pena reflexionar: si no se avanza recordando, se tropieza; mucho más cuando todavía estamos construyendo ese concepto abstruso que hemos convenido en llamar Responsabilidad Social, mejor sin ningún apellido: ni de la empresa o empresaria, corporativa, de las organizaciones o vaya usted a saber. Hoy, a estas alturas, las palabras responsabilidad y social se maridan sin estorbarse y sin necesidad de adobos complementarios que puedan disfrazar su esencia y su sabor, es decir, sus fundamentos y sus manifestaciones externas.

Nadie puede negar que entre 2005 y 2008, antes de que la crisis nos partiera por la mitad, la España solidaria fue el ejemplo a seguir: las empresas crearon y dotaron áreas de responsabilidad social; editaron cada año sus memorias de sostenibilidad cada vez con más gráficos, con más contenido y, en ocasiones, también con más mentiras. Nacieron consultoras y medios especializados, se crearon foros, cátedras y máster de RS; Alternativa Responsable, un think tank integrado por expertos en la materia de muy diferentes procedencias, publicó en 2007 su famoso y ya clásico Manifiesto por la responsabilidad social de las empresas, una reflexión a la que siguieron muchas más; las conferencias y congresos sobre la materia se programaban sin cesar y hasta los políticos, los sindicatos y, como siempre, algunos avispados mercenarios vieron en la responsabilidad social una ventana de oportunidad, en la que muchos apóstoles y algunos parlamentarios (Ramón Jáuregui y Carles Campuzano lideraron una subcomisión ad hoc en el Congreso de los Diputados) ya trabajaban con honradez intelectual y desde una profunda convicción. En ese periodo, la RS se puso de moda todavía más y se convirtió en tendencia, con los peligros que tal circunstancia supone; a veces, las tendencias ocultan la realidad y se disfrazan con apariencias.

Muchas empresas/instituciones –como afirma Luis Meana– no son capaces de conjugar sustancias y circunstancias y transustancian mal; y lo siguen haciendo: la fuerza se convierte en desánimo, el bien común en ambiciones personales sin control, el conocimiento en soberbia, los hechos en retórica, la solidez en nada. No es mala la empresa o la institución en sí misma. Es mala cuando transustancia mal. Las buenas empresas transustancian bien, antes, durante y después de la crisis. Crean cultura buena: los vicios individuales se convierten en bienes colectivos, el propósito en acción y en compromiso, la debilidad en fuerza, las palabras en hechos y el ejemplo en santo y seña...

Mientras, después de no poco esfuerzo, el viernes 29 de febrero de 2008 (ahora lo entiendo todo: ¡año bisiesto!), se publicó el real decreto por el que se creaba el Consejo Estatal de Responsabilidad Social de las Empresas. España podía presumir de estar a la cabeza de los países que se habían creído este asunto de la RS: el original Consejo era, y es, un órgano colegiado, de carácter asesor y consultivo del Gobierno, de composición cuatripartita y paritaria, adscrito equivocadamente al Ministerio de Trabajo/Empleo, y encargado del impulso y fomento de las políticas de RSE, constituyéndose, decía el decreto, “en el marco de referencia para el desarrollo de esta materia en España”. El Consejo ha funcionado con más sombras que luces, aunque es cierto que sin presupuesto, pero con el trabajo cabal y desinteresado de sus vocales y con no pocas dificultades y trabas burocráticas. También con algunas renuncias y no pocas zancadillas. Cuando era una realidad, nadie supo que hacer con él, ni transformarlo en la institución líder de la RS en nuestro país, y en un referente internacional. Cierto es que en julio de 2014, tras mucho esfuerzo y cuando parecía imposible, el Consejo aprobó la que se llama Estrategia Española de Responsabilidad Social de las Empresas, un compromiso que en 2011 asumieron los países miembros de la Unión Europea y que aquí fue posible plasmar en un documento desde la convicción general de que la RS es futuro y de que, por tanto, había que ponerse de acuerdo en, precisamente, ponerse de acuerdo. Seguramente no es este el acuerdo ideal pero, aunque llegue tarde, es el de todos y el de cada uno, y eso sí es trascendente.

Ese documento, poco conocido y aún menos desarrollado, no es el final de nada, claro. Es un marco para trabajar cada día, para mejorar en el compromiso que la función de la RS representa: como ha señalado la Asociación de directivos de RS, Dirse, introducir procesos de innovación en la gestión de procesos y negocios, y teñir con una nueva narrativa el progreso/desarrollo de las organizaciones rompiendo antiguas zonas de confort. La RS no es tan solo, como antaño se postulaba, una manera de gestionar la empresa; es mucho más: una forma de concebir la función social de las empresas, de las instituciones y de los ciudadanos en una nueva sociedad, exigente y solidaria, que además de cumplir la ley, demanda transparencia, respeto y rigor, y que necesita imperiosamente acabar con la corrupción, la desigualdad y la pobreza que nos asolan.

La responsabilidad social del futuro es un exigente compromiso para todos, y el principio de una definitiva corresponsabilidad que a todos nos ocupa: gobiernos, instituciones, empresas y ciudadanos. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que Naciones Unidas acaba de aprobar, son ahora nuestro común destino, como antes lo fueron los Objetivos del Milenio o el Pacto Mundial. No cabe retroceso, ni podemos rendirnos: estamos ya viviendo en la era de la RS, aunque no sepamos lo que encontraremos más allá del horizonte porque, lo escribió Luis Cernuda, “Nadie enseña lo que importa/ Que eso lo ha de aprender el hombre/ Por sí solo”.

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