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A Javier, joven y antiguo amigo, lo acaban de hacer jefe en la multinacional para la que trabaja. Está feliz, como niño con zapatos nuevos, y me muestra su flamante tarjeta de visita (ingles/español) con la que va a presumir en este caluroso verano, sobre todo en el pueblo, con los amigos y con la familia: “Mi cuñado Manolo, que es un jefecillo muy envidioso, se va a tirar de los pelos y estará una semana sin hablarme”, me dice Javier, que tomará posesión de su cargo en septiembre, y que ahora mismo –mientras sueña expectativas– solo piensa en disfrutar del oropel de su nuevo puesto. Felicito de corazón a mi ascendido y capaz amigo y, como me pide orientación y consejo, le regalo un hermoso texto para que le ayude a reflexionar; unas palabras en las que me sumerjo de cuando en vez porque su lectura siempre me aleja de la incertidumbre y me devuelve a la senda de la cordura, la libertad y la independencia.

El párrafo que transcribo forma parte del famoso discurso que el premio Nobel William Faulkner pronuncio el 15 de mayo de 1952 en el Delta Council, en Cleveland: “De eso hablo, la responsabilidad. No solo el derecho sino el deber del hombre de ser responsable, la necesidad del hombre de ser responsable si desea permanecer libre; no solo responsable ante otro hombre y de otro hombre sino ante sí mismo; el deber de un hombre, el individuo, cada individuo, todos los individuos, de ser responsable de las consecuencias de sus propios actos, pagar sus propias cuentas, no deberle nada a otro hombre...”

Le he recordado al flamante directivo que para seguir progresando deberá soportar sobre sus hombros un permanente aprendizaje; que las personas de su futuro equipo tienen, sobre todo, dignidad, y que esa realidad no puede olvidarse ni es negociable; finalmente, que los jefes no pueden relacionarse con los empleados sin cumplir tres condiciones esenciales: educación, respeto y veracidad.

A todo el mundo, jefe o empleado, le es exigible el deber de relacionarse con otras personas con respeto y buenas formas, educadamente. Las ordenes se pueden impartir sin necesidad de chillar o de levantar la voz, sin insultar, más si se reprende por los fallos que puedan haberse cometido. De las malas formas al acoso moral solo hay un paso. Igual que el líder tiene que tirar del carro y, en determinados momentos, aportar sosiego a las organizaciones, el jefe tiene que ser capaz de manejar sin aspavientos ni exabruptos verbales aquellos problemas que requieran solución en el ámbito de sus competencias. Debe transmitir tranquilidad y la certidumbre de que todo, o casi todo, puede resolverse. Se olvida con frecuencia que los empleados no son de nadie, y mucho menos de un jefe concreto. El asunto es sencillo: las personas que trabajan en una empresa se deben a ella y a sus fines, y están obligados con la institucion por un principio inexcusable de lealtad que es recíproco. Nunca se debe trabajar para los jefes, aunque los malos jefes (los jefecillos) estén convencidos de lo contrario. La excelencia solo se alcanza haciendo bien las cosas e involucrándonos en el proyecto común conforme a valores y principios que, responsablemente, deberíamos asumir como propios.

Al fundarse la prestigiosa Universidad Carlos III, se escogió como lema de la institucion una frase de Séneca que podría sintetizar muy bien lo que quiero decir: Homo homini sacra res, el hombre es –debe ser– cosa sagrada para el hombre. Las empresas y las instituciones las integran siempre personas, sea cual fuere la posición que ocupen en el organigrama.

Sin personas, sin hombres y sin mujeres, no habría empresas, ni instituciones, ni nada de nada. Las empresas son hoy elementos básicos y fundamentales para el progreso y el desarrollo económico y social; y probablemente lo serán cada vez mas en el futuro. Nuestra obligación, la de todos, es fabricar empresas que, basadas en valores y con un actuar ético y coherente, sean capaces de ofrecer respuestas válidas a las exigentes y legítimas demandas sociales, y esa tarea solo es posible si los seres humanos tienen el protagonismo que merecen y les corresponde. Aceptar, primero, y promover después el respeto a la diversidad es todavía una asignatura pendiente en muchas empresas. Cuando nos demos cuenta de algo tan obvio como que no todos somos iguales, ni pensamos de la misma forma, habremos avanzado hacia el futuro. Como escribiera Antonio Machado, “por mucho que un hombre valga nunca tendrá valor mas alto que el de ser hombre”, aunque parece que los humanos nos hemos empeñado inevitablemente en lo contrario a lo largo de toda nuestra historia.

No se si la verdad nos hará libres. Me parece que sí, pero de lo que estoy absolutamente seguro es que esa cualidad –la de ser veraz– es una exigencia ineludible para todo el que ostenta la condición de jefe, director, supervisor o mando; en definitiva, para todo aquel que tiene responsabilidades sobre otras personas. “Al final, la realidad es la que cuenta”, escribió Galbraith; es decir, la existencia concreta, efectiva, cierta y real.

Si queremos que un proyecto crezca, sea o no empresarial, tendremos que asentarlo sobre bases sólidas, sobre realidades, sobre cosas tangibles. Los edificios que perduran y nos sobreviven se construyen a partir de fuertes cimientos que, invisibles, dan solidez y consistencia al conjunto, y así debería ocurrir con los proyectos empresariales. La paradoja es que en estos años, al tiempo que la empresa ha visto crecer su rol en la sociedad, y precisamente por eso, se ha vuelto mucho más vulnerable si es incapaz de cultivar su idilio con la opinión pública, rendir cuentas y hacer las cosas como debe. So pena de fulminante descrédito o de una pérdida de confianza siempre latente, a las empresas y a sus dirigentes les pedimos hoy que actúen con transparencia y que traten a su empleados, a los medios, a la opinión pública y a los llamados grupos de interés como seres racionales y adultos. Y esta exigencia o este compromiso son de ahora mismo y de cada individuo porque, lo escribe Francisco Mora, “todos somos buenos o malos, según la ráfaga de tiempo que nos golpee”.

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