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"Me he hecho viejo, ay de mí, y en derredor también han ido erosionándose”, escribe José Manuel Caballero Bonald, y muchos nos preguntamos si también las empresas –y sus políticas de Responsabilidad Social Corporativa (RSC)– se han hecho mayores y están alejadas de las nuevas exigencias ciudadanas; si precisan resetearse y encontrar el nuevo rumbo en una sociedad que necesita argumentos y respuestas, que demanda realidades y no apariencias, que quiere confiar en sus instituciones y, desde una ineludible transparencia, les pide legítimamente compromiso y coherencia. La empresa es una institución social de singular importancia para la producción de bienes y servicios que tiene una específica finalidad económica y, en general, una adecuada ordenación legal en el marco del sistema jurídico del Estado capitalista y posliberal. Pero, también hoy, en pleno siglo XXI, la empresa, que ha liderado el desarrollo económico y social y está en el origen de la propia globalización y de sus desigualdades, debe tener un genuino carácter social y una creciente presencia pública de los que, seguramente, ni debe ni va a poder desprenderse. Eso no significa que la empresa asuma el rol que corresponde a los gobiernos, igual que los poderes públicos no deben intentar las tareas que ocupan a las empresas: los objetivos de unas y otros son diferentes, pero sus preocupaciones comunes no son divergentes, y en un mundo global todas las instituciones, lo quieran o no, tienen una ineludible función social, acorde con los tiempos, que se llama responsabilidad social; es decir, y en reciente definición de la Unión Europea, la responsabilidad que les incumbe por sus impactos en la sociedad.

La empresa, y sus dirigentes, como los líderes políticos –que se olvidaron de ofrecernos los ideales que no tienen– deben ser protagonistas principales en la creación de la consciencia del mundo actual y en la construcción de un camino de ida y vuelta que nos dirija, como los ciudadanos anhelan, hacia el progreso común y a un modelo de desarrollo que nos libere de iniquidades y satisfaga las necesidades humanas. Muchos estamos convencidos de que esa ruta –sin atajos y también sin precipicios– pasa por la Responsabilidad Social, la estrategia imprescindible para conseguir el ideal de un mundo diferente y mejor. Lejos del éxito momentáneo, lo que perseguimos es la excelencia, el arete de la antigua Grecia, la virtu romana libre de moralina, la virtud al estilo del Renacimiento: sobresalir con nuestro comportamiento ético y nuestro compromiso, conseguir lo óptimo, cumplir con nuestro deber y hacer bien las cosas. Más allá de proclamaciones retóricas, alcanzar la excelencia debería ser, personal, familiar y profesionalmente, el principal proyecto y el horizonte de nuestras vidas. No es fácil, pero tampoco un mal propósito porque las personas, como las empresas, están obligadas a buscar la perfección...

No sabemos conjugar el sagrado derecho a equivocarnos, el más humano de todos los derechos y al que ninguna Declaración Universal ha sabido dar cobijo y presencia. Toda vida humana es una larga senda de rectificaciones y de aprendizajes interiores, y es hora de ponerse a la tarea porque ya estamos definitivamente en un tiempo nuevo. Decía Arthur Miller que una época termina cuando sus ilusiones básicas se han agotado, y eso ya ha sucedido. Resistentes al cambio, estamos todavía pagando el precio de la irresponsabilidad y es el momento de que una revolución ética nos ayude a combatir la irrefrenable sed de beneficio instalada desde hace tiempo entre nosotros, y a desterrar la intolerancia, la desigualdad y la corrupción, lacras que hemos tolerado como si formasen parte de nuestras vidas. Las empresas y las instituciones –como afirman las leyes de la biología– se han vuelto más vulnerables a medida que se hacían más grandes y complejas porque, aunque no nos demos cuenta, la fragilidad de la empresa va pareja y a la misma velocidad que su propio desarrollo.

Ha llegado la hora del cambio. Vivimos en una sociedad de la información que todavía no lo es del conocimiento y, para conseguirlo, es preciso repensar la empresa y, como escribió Antonio Machado, “desaber lo sabido y dudar de la propia duda” para volver a creer en algo. Liderar un proceso de transformación supone variar conductas, valores, comportamientos, sobre todo comportamientos inertes que nos atan al pasado y nos arrastran al agotamiento; hay que estar en contacto con la realidad, que es incierta, y aceptar el cambio de forma natural, incorporando las preocupaciones éticas y las demandas ciudadanas a la cultura empresarial y, sobre todo, a nuestro quehacer diario y a nuestras decisiones. Liderar es, sobre todo, dialogo, compromiso y ejemplo.

Hace 180 años que Tocqueville publicó su Memoria del pauperismo, un fundamental ensayo sobre la pobreza, y todavía seguimos confundiendo responsabilidad social con filantropía y acción social. Esta parte del estricto cumplimiento de la ley y no es solo buen gobierno, aunque también. La española Comisión Nacional del Mercado de Valores –atendiendo a los principios de transparencia y gobernanza– ha puesto las bases para que en un inmediato futuro las empresas cotizadas promuevan y cumplan “una política adecuada de RSC, bajo la responsabilidad del consejo de administración”. La nueva RSC tiene que modificar las reglas del juego, y hacer olvidar el tailorismo y el trabajo indigno, desterrar los sueldos de miseria y el subempleo, pelear por la conciliación laboral/familiar, la diversidad y la igualdad de género; dialogar con todos, armonizar los intereses societarios con las demandas de los ciudadanos y laborar por la sostenibilidad y contra los corruptos, comprometiéndose con los derechos humanos y con la aplicación de políticas de infancia. En definitiva, trabajar por el porvenir y apoyar una educación sin privilegios.

Fue Aristóteles quien por vez primera formuló un silogismo, un razonamiento deductivo que tiene sus propias reglas, y al que acudimos para refundar –desde el compromiso– una RSC portadora de un concepto inefable, algo que no se explica solo con palabras; algo que hay que encontrar en el meollo de cada empresa/institución, en su más hondo interior. Si tener poder implica tener responsabilidad; si las empresas son hoy verdaderos superpoderes en la sociedad, entonces las empresas tienen responsabilidades de máxima importancia, y a ellas se deben. Si el balance económico de cualquier empresa está formado necesariamente por activos tangibles e intangibles, y si la RSC es un activo intangible, entonces esta es necesariamente parte del balance de cualquier sociedad, y por tanto exigible. En el año 2015, nada de todo eso puede serle ajeno a las empresas o a las instituciones que quieran ser sostenibles, sabiendo que, como formuló Seneca, “homo homini sacra res”, el hombre es cosa sagrada para el hombre. Tan sagrada como es la RSC para las empresas que, hoy y en el futuro, quieran seguir siendo empresas.

@jalmagro

 

 
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