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Todos dan por seguro que el candidato del conservador PSDB, Aecio Neves, no tendrá chance (oportunidad), aunque sí importancia a la hora de la verdad: deberá aconsejar a sus partidarios a quien votar (Dilma o Marina) en una segura segunda vuelta, y ese apoyo puede ser definitivo para ganar la presidencia de un país en el que sus gentes, desde hace muchos años, viven en la eterna esperanza y, a pesar de los logros conseguidos, cada vez menos confiados en las promesas de sus políticos sobre el inminente y cercano despegue social y económico de la nación. Mientras, como escribe con ironía y jugando con las palabras Jose Simao en el periódico la Folha de S. Paulo, considerando la igualdad que arrojan las encuestas y como ocurre en cualquier campaña electoral que se precie: “Dilma e Marina em patadas; uma da patada na outra”.

Y, en estos tiempos que corren, como sucede en cualquier lugar y en cualesquiera campaña electoral, la corrupción ha vuelto al centro del escenario para tomar un papel protagonista al que, desafortunadamente, los ciudadanos –no parece importar el país porque en todos cuecen habas– nos hemos acostumbrado con cierta naturalidad y preocupante y pasiva tolerancia. Un ex alto directivo de la empresa bandera brasilera, Petrobras ha sido apresado y está acusado formalmente de corrupción y desvío de fondos de la empresa estatal hacia muchos sectores, incluido el Partido de los Trabajadores (PT), que sostiene a Dilma, fundó Lula da Silva y en el que también militó desde su origen Marina Silva, la ahora candidata a la presidencia por el Partido Socialista Brasileño (PSB). La cuestión no es menor porque parece que el susodicho, Paulo Roberto Costa, ha llegado a un pacto con la justicia para –a cambio de un trato especial– hacer públicos los nombres de los que sebeneficiaron con las prácticas corruptas, una larga lista de prohombres políticos, incluidos algunos ministros de los gobiernos de Lula da Silva y de Dilma Rousseff, y también el propio PT, partido al que la presidenciable Marina Silva –a propósito de este asunto– acusa en la omnipresente campaña electoral de no ser digno de confianza porque “coloca por 12 anos um diretor para assaltar os cofres da Petrobras”. El patio anda muy revuelto porque, además, el acusado podría comparecer ante una comisión parlamentaria antes de las elecciones y se especula con posibles revelaciones más que interesantes. Por ejemplo, además de quiénes fueron los agraciados más notables, cómo y cuánto se llevaron.

Mientras, los empresarios –muchos de ellos con los ojos puestos en Marina– protestan por la satanización(sic) que el PT hace del sector privado y le piden al partido de la presidenta moderación en su propaganda electoral; Dilma y Marina, cada una por su lado, convocan a los artistas para que respalden sus respectivas candidaturas; 54 rectores muestran su público apoyo a Dilma Rousseff y, de paso, le piden más dinero para las universidades; el Banco Central de Brasil, que presume de su autonomía operativa, dice que hay que seguir aguantando, que la inflación –ahora cercana al 7%– no bajará hasta el 4,5% hasta el año 2016; los brasileños, que son los principales socios comerciales de Argentina, observan con interés como China invierte en infraestructuras, inyecta recursos en las reservas, gana cuota en comercio exterior y en definitiva amplía su influencia sobre el vecino país; es inevitable, dicen. En estos días se constata que el estancamiento de la economía es real, que ha empeorado la confianza de los consumidores y que la escasez de crédito sigue siendo una de las principales trabas para un sector comercial que registra un record de 3,5 millones de empresas que están muy atrasadas en el pago de sus deudas como consecuencia de la caída de ventas y del aumento de costos; como dato positivo, las empresas industriales brasileras instaladas en la región de Manaus presuman de crecer un 8,4% en julio. Naturalmente, pasado el mundial de fútbol (y sin olvidar el fracaso de su selección), los brasileños tienen una honda preocupación por los Juegos Olímpicos que, teóricamente, deben celebrarse en Rio de Janeiro en el verano 2016. Parece que la desorganización del evento es notoria y que el éxito de la cita deportiva está en el aire.

Con este panorama, en algunos sectores se piensa que las próximas elecciones preparan la vuelta de Lula da Silva en 2018. El expresidente, sin duda un animal político, al que escuché decir, en noviembre del 2013 en Buenos Aires, que “fuera de la política no hay salida”, apoya a Dilma Rousseff en los próximos comicios pero –quizás pensando en el futuro– no ataca a Marina Silva, que fue ministra del propio Lula en alguno de sus gobiernos. Lo cierto es que el discurso y la imagen personal de la candidata parecen haberle procurado a la líder del PSB buena parte de los electores que antes estaban en una oposición dispersa y desanimada, harta del capitalismo de Estado que encarnó Lula y, más tarde, Dilma Rousseff. Con la igualdad que revelan las encuestas, no se sabe qué va a ocurrir en los cercanos comicios; mientras, Silva dice que con Dilma Rousseff Brasil camina hacia la parálisis; y la actual presidenta que Marina Silva será el origen de más crisis. Las dos respetan a Lula y los brasileños, un pueblo sabio que se transforma (la torcida) en los espectáculos deportivos, parecen tener muy claro que, gane quien gane y pase lo que pase, han de seguir esperando y trabajando cada día porque el capitalismo (sea o no de Estado) es un buen sistema para generar riqueza pero no resuelve la desigualdad y saben, como escribió Zygmunt Bauman, “que el poder no lo controlan los políticos y la política carece de poder para cambiar nada”.

Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.

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