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"Nadie enseña lo que importa/ Que eso lo ha de aprender el hombre/ Por sí solo”, escribió Luis Cernuda en unos hermosos versos que pueden ayudarnos a meditar/reflexionar en un verano y en un país que, cada año –como siempre desde hace tantos– se sobresalta y se estremece con nuevos casos de dirigentes golfos, políticos o empresariales, que para todos hay; mandamases que presumen siempre de valores y de proyectos de futuro que nunca jamás se concretan; mangantes que nos hablan de ética o de moral como si fueran los creadores de esos conceptos creyéndose Aristóteles o Kant redivivos...

No tenemos remedio, seguramente porque los que deben no saben y/o no quieren y se refugian –y se pierden– en declaraciones retóricas, y los demás no nos ponemos decididamente a la tarea. Así nos va, claro. En España los corruptos, los indecentes y los sinvergüenzas son perennes, como algunas hojas: ni se caen ni desaparecen en otoño; se renuevan paulatinamente a lo largo del año.

Lo grave no es que exista corrupción, que lo es; lo desgarrador –lo destructivo socialmente– es que su presencia cotidiana nos parezca lo más natural del mundo y, al amparo de esa tristísima convicción, nos hayamos instalado en una especie de habituación negativa que, creo yo, debe provocar una severa adicción porque aquí nadie, y los políticos menos aún, parece hacer nada por solucionar el problema de la corrupción, uno de los que –junto con otra lacra, una lacerante y manifiesta desigualdad– más preocupan a los españoles y que, como no somos capaces de resolverlos, llevan camino de convertirse en el principal atributo de la Marca España. Y la cuestión no se arregla con leyes, o no solo con leyes. Al fin y al cabo, como es notorio, las normas solo apuntan la solución del problema pero nunca lo resuelven por sí mismas. Hace falta algo más, mucho más. Por ejemplo, como escribe Antonio Gala, los políticos y los líderes deberían ofrecer ideales, pero “de ninguna manera puede ofrecerse lo que no se tiene”...

Pero, algunas veces, sucede lo impensable y se renueva la esperanza: después de mucho tiempo, de mil bienintencionadas prédicas, de escritos a favor y en contra, de mentiras sin fin y profundas desazones, de mucha cosmética y de no pocos aciertos y otros tantos fracasos, la utopía –el óptimo imposible, según Jesús Mosterín– parece hacerse realidad. Hace solo un mes, el 16 de julio de 2014 (sin que la noticia tuviese el eco que merecía, salvo en medios especializados), el Consejo Estatal de la Responsabilidad Social de las Empresas –fuimos pioneros en el mundo, hay que decirlo, al crear ese organismo hace algunos años– aprobó la llamada Estrategia Española de Responsabilidad Social de las Empresas, un compromiso de futuro asumido por todos los estados miembros de la Unión Europea. Y, aunque no somos los primeros en hacerlo, tampoco hemos sido los últimos, y eso es bueno para la responsabilidad social (RS), sobre todo porque el documento se aprobó por consenso y no sin trabajo de todos los grupos que integran ese consejo, el llamado Cerse: la propia Administración, las organizaciones empresariales y sindicales y los representantes de organizaciones e instituciones de reconocida representatividad e interés en el ámbito de la RS.

En España, hoy, ese consenso unánime parece un milagro pero es solo fruto del esfuerzo y de una convicción común: que la RS es el futuro y que, por tanto, había que ponerse de acuerdo, precisamente, en ponerse de acuerdo. Y, aunque más tarde de lo previsto, ocurrió. La llamada Estrategia Española de RS, que hinca sus raíces en seis principios (voluntariedad, creación de valor compartido, competitividad, cohesión social, transparencia y sostenibilidad), tiene cuatro objetivos estratégicos y diez líneas de actuación que, en su conjunto, pretenden –y no será fácil porque una cosa es predicar y otra dar trigo– apoyar el desarrollo de las prácticas responsables de las organizaciones públicas y privadas con el fin de que se constituyan en un motor significativo de la competitividad del país y de su transformación hacia una sociedad y una economía más productiva, sostenible e integradora. Seguramente no es esta estrategia el acuerdo ideal pero, y eso es lo importante, es el de todos y también el de cada uno, y eso si es trascendente.

El documento no es el final de nada, claro está. Es un marco inicial sobre el que los profesionales y los apóstoles de la RS (sin apellidos que esto de la RS es común) y el propio Cerse deben trabajar cada día, expulsando de su ámbito a los mercenarios que siempre crecen alrededor de todos los proyectos. Y, como para no tropezar, hay que avanzar recordando, bueno sería que, también todos, echásemos la vista atrás para darnos cuenta del camino recorrido desde que el Consejo Europeo aprobó la Estrategia de Lisboa en el año 2000, y aun antes. Y dar las gracias a muchas personas –también políticos– que impulsaron el proceso, desde Ramón Jáuregui a Carles Campuzano; a los directores generales de RS (Juan José Barrera y Miguel Ángel García) que hicieron suya la experiencia a todos los hombres y mujeres, dioses al fin, que desde empresas e instituciones han hecho lo posible y lo imposible para que la RS crezca y forme parte del ADN de las organizaciones; y el reconocimiento a los medios y a los consultores de buena fe que hicieron de la RS su bandera y, a la postre, a las personas que desde la academia creyeron en la RS y tuvieron la valentía de enseñarla en universidades y escuelas de negocio.

Como refleja el reciente estudio sobre la función de la RS en España (G-Advisory, Garrigues y la Universidad de Comillas) la RS, que es sobre todo compromiso, introduce procesos de innovación en la gestión de los negocios y tiñe con una nueva narrativa el desarrollo de las organizaciones rompiendo antiguas zonas de confort. Tengo la impresión de que, gracias a la Estrategia, la RS ha llegado para quedarse, y que dependerá solo de nosotros, de todos y cada uno, que así sea. Del mismo modo que el mundo no se acaba donde alcanzan los ojos, y siempre hay un horizonte más allá, quiero pensar que la responsabilidad social, la utopía al fin, como dice Caballero Bonald, sigue siendo “una esperanza consecutivamente aplazada”, aunque cada vez más cercana.

Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.

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