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Refiere mi amigo Juanfran –quiosquero, sabio y madridista– que no sabe lo que pasará cuando nos cuenten que la crisis ha terminado. Ni siquiera se atreve a imaginarlo, y yo tampoco. Ahora mismo, y digan lo que quieran políticos, mandamases y gurús, la llamada cosa sigue viva y coleando entre los mortales de a pie, que somos mayoría, todos resignados y conscientes de que, aunque algún día salgamos de este cirio, ya nada sería igual que antes. Nunca.

Pero como la contradicción siempre nos hace más humanos, aunque parezca extraño e inexplicable y muchos no tengan dinero para nada, las vacaciones de Semana Santa y el puente del Primero de Mayo –y el de San Isidro en Madrid– han desparramado por las carreteras españolas a millones de personas que han llenado playas, campos y ciudades o se han marchado rumbo a ninguna parte para olvidarse de una existencia que cada día se les hace más difícil, o se han empeñado hasta las cejas y más para ver en Lisboa la final de la Champions. Pareciera como si, sumidos en la incertidumbre más absoluta, los ciudadanos de a pie, cada vez más escépticos, desencantados, cabreados, nos empeñáramos en vivir solo el presente con el adobo narcotizante y balsámico del fútbol que todo lo cura. El carpe diem es una fórmula, claro, porque las que ofrecen los políticos (y las que no, también) importan un bledo o, mejor, un pepino que es más aprovechable para hacer gazpacho cuando llegan los calores. Luego, naturalmente, los padres de la patria se quejarán de que la abstención ha sido la gran triunfadora de los comicios europeos, pero nadie dimitirá, aunque habrá promesas –faltaría más– de futura enmienda. Nos hemos acostumbrado a vivir en el interior de una burbuja blindada y autosuficiente que cada grupo de poder construye para sí y los suyos, y esa circunstancia arrastra algunas consecuencias: si protestas o criticas, si no eres complaciente, eres un antisistema. Precisamente por eso, como escribe Muñoz Molina, “en las democracias mucha gente que podría y debería hablar dice que sí en vez de decir no por miedo a no estar de moda”.

Ahora es actualidad (no sé si moda) Thomas Piketty, director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, de quien todo el mundo opina, criticando o alabando su último libro El capital en el siglo XXI, que seguramente pocos han leído completo –yo tampoco, voy por la pagina 320 cuando escribo este artículo–, entre otras razones porque la obra, que todavía no se ha editado en español, tiene 970 y hay que dedicarle su tiempo. Por lo leído, a mí me parece que Piketty analiza con rigor, profundidad e inteligencia el reparto de la riqueza en el mundo actual y, lo que más se le discute, propone soluciones como un impuesto global a la riqueza y otro que grave las ganancias con tasas de hasta el 80%. Lo que está claro es que el profesor francés no deja a nadie indiferente, aunque sus análisis sobre la desigualdad –y pueden parecerlos– no son nuevos: L’économie des inégalités (Éditions La Découverte), otra obra suya, que sí he leído, está fechada en 1997.

Lo diga o no Piketty, resulta evidente que la desigualdad se ha instalado entre nosotros. Y eso no es lo grave; lo terrible es que parece haber venido para quedarse y, sobre todo, que ya forma parte del paisaje: nos parece lo más natural del mundo, sobre todo a los sumos dirigentes que no hacen nada para reducirla; y me temo que los demás estamos aprendiendo a convivir con ella, algunos porque no tienen más remedio; incluso los sabios economistas rebuscan fórmulas para crecer y, a pesar de la desigualdad, seguir creando riqueza, seguramente para llenar todavía más los bolsillos de los ricos porque en el siglo XXI las diferencias de renta se han acentuado, la igualdad de oportunidades es cada vez menor y la riqueza se ha concentrado en pocas manos. Una portada de The Economist en enero 2011 ya nos decía que en el mundo conviven (?) los ricos y el resto; todos humanos y mortales, eso sí. Y, aunque no lo queramos ver, la desigualdad, además de ser radicalmente injusta, se ha convertido en el talón de Aquiles de las modernas economías y de la propia sociedad.

La técnica y el dinero –lo financiero como un fin en sí mismo– se han convertido también en los ejes del mundo, en las fuerzas dominantes de un futuro que no sabemos muy bien qué nos podrá ofrecer. El dinero, además, engendra corrupción, otras de las lacras que nos asolan y contra la que solo cabe una doble vacuna: transparencia y educación, las únicas vías para recuperar la confianza perdida, una tarea que es de todos, pero singularmente de los Gobiernos y de las empresas, que atesoran el poder (político y económico) y por tanto son tributarios de más responsabilidad, infinitamente más que unos ciudadanos profundamente insatisfechos por el reiterado incumplimiento de promesas y más promesas.

El filósofo coreano Byung-Chul Han (La sociedad de la transparencia, Herder 2013), nos deja una interesante reflexión, que ojalá sea verdadera: “En una sociedad que descansa en la confianza no surge ninguna exigencia penetrante de transparencia. La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control. La potente exigencia de transparencia indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación”.

Hoy, en 2014, la transparencia, el rendir cuentas cuando se ha perdido la confianza, se convierte en un imperativo social, pero si queremos conquistar el futuro y restablecer nuestras resquebrajadas instancias morales solo cabe una solución que hace necesaria y urgente una revolución: la ética.

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