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Este 5 de junio conmemoramos el Día Mundial del Medio Ambiente, una efeméride que, lejos de perder vigencia, se vuelve cada vez más necesaria. Nos encontramos inmersos en una transformación profunda: la aceleración tecnológica, la inestabilidad geopolítica y una crisis ecológica sin precedentes convergen para configurar un escenario de creciente incertidumbre. A ello se suma una sensación generalizada de retroceso y un debilitamiento del consenso social en torno a la emergencia climática.

El escepticismo y la ansiedad ambiental se consolidan como fenómenos cada vez más extendidos. Según un estudio de WIN International, el 83 % de la población española expresa preocupación por el calentamiento global, aunque un 40 % considera que ya es demasiado tarde para frenarlo. Esta percepción de impotencia favorece, en muchos casos, la inacción o el distanciamiento y mientras tanto, la contaminación y la degradación ecológica avanzan.

Ante esta situación, actuar de forma estratégica y coordinada es cada vez más complejo y, paradójicamente, más imprescindible. Afrontar la contaminación exige una respuesta capaz de integrar los múltiples ámbitos afectados por sus efectos. Solo así será posible garantizar una transición justa y efectiva. También es urgente actuar con rapidez: los impactos que hoy comenzamos a percibir podrían ser apenas la antesala de escenarios más disruptivos. Según el Informe “Competing in the Age of Disruption” del Cambridge Institute for Sustainability Leadership (CISL), los avances corporativos en las últimas décadas hacia una actividad más responsable y descarbonizada, no han sido efectivos para evitar la pérdida de biodiversidad y empeorar la crisis climática. Esto destaca la necesidad de revisar a fondo cómo entendemos —y gestionamos— la sostenibilidad.

Repensar la sostenibilidad desde esta óptica implica abandonar una lógica limitada que ha marcado tanto el discurso institucional como las estrategias empresariales durante décadas. El enfoque tradicional, que la define como un equilibrio entre lo económico, lo social y lo ambiental, ha sido útil como punto de partida, pero ha propiciado una gestión por compartimentos estancos. Desde la sociología ambiental, ya en los años ochenta, autores como Ulrich Beck advertían que las consecuencias de nuestras decisiones tecnológicas y productivas ya no son locales ni predecibles, sino globales e interdependientes. Teniendo esto en cuenta, el verdadero reto es construir marcos de acción que operen desde una visión integrada desde el inicio, y no como una suma de partes. No basta con aplicar medidas sectoriales con sensibilidad hacia otras áreas: es necesario concebir el problema —y las acciones necesarias para solucionarlo— como un todo sistémico.

Esto implica también superar la idea del medio natural como una entidad separada o ajena a las sociedades humanas. En un mundo cada vez más urbanizado, donde las ciudades se expanden y los espacios periurbanos ganan protagonismo, resulta urgente reconocer que habitamos ecosistemas humanizados: sistemas híbridos en los que lo natural y lo construido coexisten y se influyen mutuamente. En este marco, los espacios verdes no pueden seguir considerándose islas de conservación, concebidas como excepciones al modelo urbano dominante. Integrar la naturaleza en la vida cotidiana —en el diseño de barrios, en la movilidad, en la planificación territorial— no solo es deseable desde el punto de vista ecológico: es también condición para el bienestar, la resiliencia social y la equidad territorial. Solo asumiendo esta interdependencia como punto de partida podremos diseñar estrategias de sostenibilidad que respondan a la complejidad del presente.

Si bien la implicación de la sociedad civil es esencial, la responsabilidad no puede recaer exclusivamente en las decisiones individuales. La situación requiere una acción decidida por parte de las instituciones y del sector empresarial. Las administraciones públicas deben impulsar políticas ambiciosas y participativas que establezcan nuevos marcos normativos y fiscales acordes con los límites ecológicos y las nuevas demandas sociales. De acuerdo al estudio de CANVAS, Propósito y Liderazgo Transformador en 2025, un 76,5% de la población demanda mucha o bastante transformación del sistema productivo actual, y 3 de 4 ciudadanos consideran necesario un cambio para que este sea más beneficioso para las personas y el planeta. En este contexto, las empresas tienen a su vez el deber de revisar sus modelos productivos y adoptar prácticas basadas en la trazabilidad y la generación de valor compartido. En este proceso, la colaboración público-privada no puede limitarse a acciones puntuales o simbólicas: debe consolidarse como un modelo de co-gobernanza estable y transparente.

Esto plantea numerosos desafíos, pero es imprescindible construir un nuevo paradigma que sitúe el bienestar colectivo y la regeneración del entorno como ejes del desarrollo, de acuerdo con los principios del concepto de cuarto sector. Este cambio, además de necesario, puede suponer un aumento de la resiliencia y competitividad del tejido empresarial. A nivel nacional, avanzamos en esta dirección: como desvela el último Informe Approaching the Future que elaboramos junto a Corporate Excellence-Centre for Reputation Leadership y Global Alliance, en 2025, observamos cómo la sostenibilidad es la máxima prioridad de trabajo para la alta dirección de la mitad de empresas evaluadas en el estudio. Actualmente, los empleos vinculados a la sostenibilidad ya representan el 2,5 % del PIB y, según la plataforma de inversión verde Ener2Crowd, podrían superar el 4 % antes de 2026 si se consolidan las condiciones adecuadas. Lo sostenible, no debe entenderse como un límite, sino como una vía hacia una prosperidad más justa y duradera. La ventana de oportunidad se estrecha, pero no está cerrada. Está en nuestras manos amplificar los beneficios de esta transición y asumir nuestra responsabilidad para hacerlo posible.

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Opinión#medioambiente2025

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