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No me considero activista. Bueno, mejor dicho, un poco sí que me considero. Pero de lo sí estoy segura es que no vengo a contarte una historia inspiradora. Hoy necesito decir algo que nos incomoda a todos, y que desde hace tiempo ya no lo puedo callar: el derecho ambiental, concebido como tal, no está cumpliendo su función.

No está protegiendo. No está disuadiendo. No está reparando. Es un sistema que, aunque esté lleno de normas “bonitas”, no funciona.

Y esto no lo digo como ciudadana molesta —aunque también lo soy— sino como profesional del cumplimiento normativo.

Como profesional del compliance, no solo acompaño a empresas a detectar riesgos y prevenir sanciones. También asumo un deber que para mí no es solo profesional, sino moral, y parte de un principio básico: en cualquier sociedad que quiera funcionar bien, cuanto mayor es la conciencia y la capacidad de una persona, mayor es su responsabilidad.

La debida diligencia ampliada, esa que forma parte del pacto social que sostiene cualquier sociedad funcional —como ya intuía Hobbes en su contrato social—, convierte en un deber moral investigar y señalar cuando las estructuras normativas están corrompidas.

El derecho ambiental, es decir, el conjunto de normas y procedimientos que se supone que debe velar por el medio ambiente, está viciado.

Tiene una conformación de normas descriptivas y muy extensas, técnicamente sofisticadas, en las que se suele requerir de informes de impacto, evaluaciones en el terreno, y todo otro tipo de investigaciones y documentos con un matiz científico y muy medible. Algo a lo que el derecho en general no está acostumbrado.

Pero al final, su protección no resulta científica ni medible, porque a la hora de sancionar el daño, el sistema ya no es preciso, es inexistente.

Las penas, sí las hay, suelen ser mínimas, los procesos son lentos, los criterios entre países son dispares. Y los responsables —cuando logran identificarse— rara vez enfrentan consecuencias proporcionales al daño causado.

El incentivo está invertido: para muchas empresas, es más barato contaminar y pagar una eventual multa que prevenir el daño. La norma pierde poder disuasivo, y la sostenibilidad se convierte en marketing.

Lo que agrava aún más el problema es que probar un delito ambiental es casi imposible. En derecho, el principio de causalidad —la relación entre una acción y su consecuencia— es esencial para atribuir responsabilidad. Pero en el terreno ambiental ese vínculo se desdibuja. Los daños son acumulativos, complejos, compartidos. No hay un “arma contundente”. Y sin una prueba clara, no hay castigo. Y sin castigo, se desdibujan los valores de la sociedad.

Desde mi experiencia, hay tres causas estructurales que sostienen este sistema viciado:

  1. Normas débiles, ambiguas o directamente ineficaces, más pensadas para aparentar regulación que para imponer límites reales.
  2. Falta de operadores capacitados, independientes y con recursos para hacer cumplir esas normas.
  3. Imposibilidad práctica de demostrar la responsabilidad en los daños ambientales, lo que genera impunidad.

No me interesa plantear esto desde un lugar de superioridad moral. Solo sé que, cuando uno entiende cómo funciona el sistema desde adentro, ya no puede mirar para otro lado. Eso me pasa cada vez que camino con mi perra, Dela, y junto basura del suelo. No lo hago para que nos vean. Ni siquiera para “dar el ejemplo”. Lo hago porque no puedo no hacerlo. Porque siento que si no lo hago yo, nadie lo va a hacer. Y eso me enoja muchísimo.

No es una buena acción. Es una respuesta visceral al colapso de algo básico: el equilibrio entre lo que usamos y lo que devolvemos.

No escribo esto para generar simpatía. Lo escribo porque creo que seguir callando es contribuir al deterioro. El derecho ambiental necesita transformarse. No con más palabras, sino con consecuencias reales. No con más “compliance cosmético”, sino con estructuras que realmente protejan.

No lo hago por las generaciones futuras. Tampoco lo hago por mis hijos —si algún día los tengo—, porque confío en que tendrán las herramientas para defenderse.

Lo hago por los que hoy no pueden defenderse. Por los que no tienen voz. Por los que son invisibles en las decisiones.

Hoy alzo la voz por los que son inocentes, vulnerables, y dependen de que alguien más —aunque sea solo una sola persona— decida no mirar para otro lado.

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Opinión#medioambiente2025

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