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El sujeto moral tiene que tener unas características básicas, sin las cuales, no podríamos considerarlo tal. Libertad, Conciencia y Voluntad, son, en este sentido, requisitos imprescindibles. Y, por consiguiente, el analogatum princeps del sujeto ético, el sujeto moral más obvio e inmediato no es otro que el ser humano: no nace hecho, se va haciendo al paso que actúa. Configura su carácter, mediante hábitos: los adquiere por la repetición de conductas... y, llegados a un cierto umbral, ya parecería como que fueran los hábitos -buenos o malos: virtudes o vicios- los que lo configuraran a él.Si ello es así, la pregunta parece obvia, cuando queremos hablar de Ética DE la empresa -y no sólo, ni meramente, de Ética EN la empresa.

Digo que la pregunta es inmediata: Más allá de un discurso analógico y un tanto retórico, ¿podría afirmarse con fundamento que las empresas son sujetos a los que poder enjuiciar como buenos o malos desde el punto de vista moral... o se trata de una manera impropia de mezclar planos que debieran ser mantenidos separados, en buena hora?

De hecho, era y sigue siendo un mantra bien conocido en las facultades de Derecho, el dictum latino aquel que afirmaba -no sin razón- que "Societas delinquire non potest", que, vertido al castellano, indica que “las empresas no pueden delinquir” y que los que delinquen, si acaso, son las personas que la conforman y representan. Si alguien, llegado el caso, debiere pagar los platos rotos derivados de un mal proceder o de una mala praxis, por una acción ilegal derivada de la dinámica propia de la empresa, sería siempre una persona física en concreto. ¿Quién exactamente, sería cosa que el juez habría de dictaminar en su momento? Pero no cabía en cabeza humana que la sociedad mercantil -una persona jurídica, una fictio iuris, en suma- pudiera acabar siendo llevada ante los tribunales o sentada en el banquillo de los acusados por delito de ningún tipo.

Procede recordar cómo, alineándose con estas intrincadas consideraciones, allá a primeros de los años ochenta del siglo pasado, en un artículo que marcó tendencia, Kenneth Goodpaster y John B. Matthews, Jr. formulaban la gran cuestión: "¿Pueden tener conciencia moral las empresas?" Treinta años después, se encargaría el legislador, al reformar el Código Penal Español, no sólo de dejar zanjada la cosa para los restos; sino incluso, yendo más allá de la respuesta por la índole ética del sujeto mercantil, declaró que la empresa era no sólo un sujeto ético, sino que la convirtió directamente en sujeto penal. Ahora sí: ahora "societas delinquire postest". Y, en nuestro ordenamiento lo puede hacer desde hace sus ya buenos más de doce años.

Esto, naturalmente, ha traído consecuencias muy sustanciosas para la gestión empresarial y, entre otras cosas, el Compliance. Lo más inmediato es pensar en ello como una suerte de venda antes de la herida y providencia para minorar la pena si, llegado el caso, se estuviere en condiciones de demostrar ante su Señoría que se habían previsto, de una manera efectiva y razonable bien implementada, los medios oportunos y los procesos formativos y de gestión convenientes, al objeto de que nunca -o de manera mucho más improbable que sin aquella expresa gestión de riesgos-, se hubiere de producir atropello alguno contra la legalidad. Lo que en su momento habrían de probar ante el juez quienes comparecieran en calidad de peritos en defensa del interés societario, sería, precisamente, el hecho de que, la causa del delito debiera ser atribuida a la mala fe y al proceder doloso por parte de alguien que no cumplió lo que había prometido cumplir.

Pero la función de Compliance va, con todo, mucho más allá de aquella suerte de quitapenas y minoramultas. Y, sin ser aquello despreciable en modo alguno, las potencialidades del Compliance Officer, -del Director de Cumplimiento- como impulsor de la buena praxis van mucho más allá de lo que pudiera prensarse a primera vista. El principio de no-maleficencia exige cumplir las leyes -todas las leyes, de acuerdo no sólo a la letra, sino, sobre todo, el espíritu-; pide, ante todo no dañar de manera innecesaria, el primum non-nocere de los clásicos; y, en esencia, insiste en que no se deben hacer las cosas mal. Ahora bien, supuesto el cumplimento de la legalidad vigente -¡y no es chica faena!-, siempre cabe ir más allá. El camino hacia la consecución de los objetivos últimos que dan sentido a una empresa -o a cualquier otro tipo de organización- y que configuran su razón profunda de ser y su propósito es necesariamente un proceso siempre abierto y susceptible de mejora.

En Lógica se suele afirmar que el bien es un predicado no saturable. Viene a ser una tesis que -complementando el principio de la sabiduría popular que afirma aquello de que “toda situación, por mala que sea, es siempre susceptible de empeorar”- cambiando diametralmente la perspectiva y adoptando un tono de mayor optimismo nos recuerda que todo se puede mejorar; y por ello que siempre se puede ser mejor… Mejor persona, mejor profesional, mejor empresa… De hecho, la denominada filosofía del Kaizén que tanto ruido hizo hace unas décadas, cuando el modelo de gestión a la japonesa era el acabose, no buscaba otra cosa sino la continua mejora… de procesos, de productos, de relaciones, de modelos de coordinación, de eficiencia… y, naturalmente, de resultados económicos en el ejercicio.

Si entendemos la tarea ética como un proceso de mejora continua en busca de la excelencia organizativa -o personal, o profesional, o política, o familiar, o del ámbito que se quiera considerar en cada caso-, tampoco debemos olvidar que las casas, normalmente, se suelen empezar por los cimientos; y que el punto de partida debe ser siempre el que representa el suelo firme de la ley.

En este sentido, cabría dejar sentado que el principio de legalidad es la conditio sine qua non; esto es, lo que constituye la condición necesaria -distinta, como es sabido, de la condición suficiente- para conseguir llegar a la eminencia, al punto más alto hacia el que aproximar cualquier realidad -ya personal, ya organizativa-, que tiene claras sus metas, bien identificados sus objetivos, expresamente señalados sus fines, bien deliberados la calidad y la cantidad de los medios, así como el modo de servirse de ellos, en función de las circunstancias, los contextos, las coyunturas, los tiempos y los lugares.

Ahora bien, desde el polo complementario de esta suerte de imán moral que vemos emerger, a medida que ahondamos en el sentido de lo que, de hecho, pudiera llegar a significar la opción estratégica que llevara a optar por atender como sería de desear a la dimensión ética de la empresa y la gestión; cabría incidir en la otra cara de la moneda. A saber: que, cuando, como va dicho, entendemos la tarea ética como un proceso de mejora continua en busca de la excelencia organizativa, siempre debemos mantener la tensión hacia lo bueno y, llegado el caso, hacia lo mejor.

Aunque reconocemos de buen grado la alta dosis de pragmatismo y de sabiduría práctica que se concentra en la constatación que nos recuerda aquello de que “lo mejor es enemigo de lo bueno”; y siendo además conscientes de que habría que escapar del perfeccionismo enfermizo -a las veces, rayano en lo neurótico-, de cuyas ansiedades hubieron de derivarse tantas frustraciones y malas prácticas en la gestión de empresas y organizaciones de las que la historia de los últimos años guarda registro… Con todo y con eso, mantener la mirada utópica. La Filología nos aporta en este extremo buenas intuiciones y permite extrapolar mensajes con solidez, cuando menos, analógica. Sabemos que ou, en griego está por no; y que topos lo hace por lugar; de donde utopía quiere indicarnos la existencia paradójica de una situación muy deseable, que no se encuentra todavía en ningún sitio; pero que merecería la pena que acabara resultando institucionalizada en algún tiempo y lugar. Espacio y tiempo, como aspectos que manejar con solvencia a la hora de empujar los hechos sociales hacia horizontes más munificientes.

En esto, como en muchas otras cosas, las empresas tienen, sin duda, una palabra muy relevante que decir… Y aunque a veces no sean del todo conscientes de ello, lo están contribuyendo a hacer cuando elaboran de manera bien discernida el discurso teórico de la Ética Empresarial; y, sobre todo, cuando son capaces de llevarlo a la realidad práctica y al quehacer diario propio del particular modelo de negocio; de las relaciones que establece con sus Grupo de Interés; y, sobre todo, cuando quienes lideran la organización son conscientes de -y han hecho suyo- cuál es en realidad de verdad el propósito organizativo; y en función de él, definen la estrategia, diseñan las políticas y estimulan a todos los miembros de la organización  a llevar a efecto cada día en sus tomas de decisiones una manera de conducirse en busca de las mejores prácticas.

Esta expectativa, naturalmente, resulta de aplicación en todos los ámbitos de la organización; se espera que sea cubierta en todas las áreas funcionales y departamentos. Y, por decirlo en términos cercanos a quienes desempeñan la tarea de Auditoría Interna en las empresas: la convocatoria hacia la buena praxis resulta de aplicación tanto a quienes constituyen la primera línea de defensa y que están a pie de calle, dando la cara y actuando directamente en el mercado -comprando, vendiendo, distribuyendo, produciendo, negociando…-; cuanto los de la segunda línea de defensa, encargados de supervisar que las cosas se hagan como se dice que debieran ser hechas; y, por supuesto, recala en la tercera línea de defensa, aquella que, en última instancia informa a los últimos responsables y al máximo ejecutivo, a través de una comisión ad hoc, cuando es el caso, con vistas a dar vida a un Buen Gobierno Corporativo, animado -de animus: que indica espíritu- desde la Ética Empresarial.

En suma, la empresa es, de una parte, un sujeto penal. En consecuencia, justiciable; y, llegado el caso, susceptible de ser disuelta por decisión judicial, a resultas de la comisión de algún delito grave, de entidad suficiente como para dictar una tan dura sentencia. Pero esto constituye sólo la mitad de la historia. Porque la empresa es, al propio tiempo, un agente moral, capaz de conducirse por los cauces de la Ética y contribuir así al fomento del Bien Común. La tarea de dirigir empresas y organizaciones, en consecuencia, resulta no sólo atractiva, sino incluso fascinante y está reclamando lo mejor de la lucidez y el buen hacer de quienes las lideran y dirigen. Como contrapartida, aquélla podrá esperar recibir en recompensa, como agradecimiento, dosis crecientes de legitimidad social, de buena reputación, y del valor intangible que supone el hecho de ser deseada por los clientes; respetada entre competidores, mediadores, instituciones financieras y distribuidores; admirada por el público en general… y respaldada por las Administraciones Pública. 

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