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Desde hace unos años, nos preocupa mucho el tema de la desigualdad económica. Hay muchas evidencias de que a nivel global ha mejorado, gracias al crecimiento económico de países grandes, como China e India. Y también de que ha empeorado dentro de los países concretos, también los avanzados. Y esto se imputa al sistema económico, el capitalismo. Pero, como decían los escolásticos, “donde no hay distinción, hay confusión”

La desigualdad se puede dar en distintas variables: la renta, el consumo, la riqueza… Muchas veces, las estadísticas se fijan en un aspecto parcial, y dan una visión distorsionada. Los salarios de algunos crecen mucho más que los de otros, sobre todo si estos últimos están en el paro. Pero la renta de las personas no la forman solo los salarios, sino también, por ejemplo, las transferencias, como el seguro de desempleo, la renta mínima, las pensiones, los servicios sociales gratuitos o subvencionados (educación, sanidad, dependencia)… El consumo se nutre de esa renta, incluidas las transferencias. Y luego está la riqueza: buena parte del malestar sobre la desigualdad proviene de la distribución de la riqueza.

Pero la riqueza cumple una función social: en el sistema económico en que vivimos, el ahorro es un componente importante de la producción y del crecimiento. Y ahorrar es acumular capital, en forma de vivienda, de recursos financieros o de capital humano. El ahorro que se traduce en inversión aumenta el stock de capital. Por tanto, lo importante (pero no solo esto) a largo plazo es el ahorro: un país que ahorra tiene una estabilidad y una capacidad de crecimiento que no tiene el país rico pero que no ahorra, que vive al día. El capital puede estar acumulado en pocas manos, o disperso entre muchas; aquí es importante cómo se conserva el capital y cómo se hace crecer.

Repartir el capital es una buena solución a corto plazo, pero si esto no da lugar a nuevo ahorro, el crecimiento se detiene. Leí una vez que a un rico español recibió en los años treinta la visita de un grupo de revolucionarios, que le dijeron que había que repartir la riqueza. El rico hizo cálculos: tengo tantos millones, somos no sé cuántos españoles, luego toca a unas pesetas cada uno: les dio su parte a los visitantes, y los despidió. Esa forma de redistribución soluciona el problema a corto plazo, pero deja en el aire el futuro: ¿tendremos ahorro para financiar el crecimiento? El crédito no es una solución, porque aumenta el activo, pero también el pasivo…

La redistribución cumple, o puede cumplir, una función de justicia y ser una solución de problemas a corto plazo. Pero a largo plazo el mecanismo pasa, entre otras variables, por el ahorro, que significa acumulación de capital, que puede estar en manos de unos o de otros, pero que, en todo caso, ha de ser conservado y acrecentado. La política redistributiva no es suficiente: hay que conseguir que la sociedad dé oportunidades a todos para trabajar, ganarse la vida, aumentar su renta y contribuir a la sociedad. Por eso, son importantes las políticas demográficas (¿podemos mejorar el nivel de vida de todos con una población que se reduce?), tener instituciones desarrolladas (estado de derecho, cumplimiento de la ley… que motivan a todos a trabajar y actuar con eficiencia), educación y creación de puestos de trabajo… que se traducirán en empleo y en rentas futuras. Y volver a preguntarnos por la vieja doctrina de la responsabilidad social de la propiedad.

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OpinióndesigualdadAntonio Argandoña

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