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¿Una nueva fe? 

Pese a sus profundas  raíces, la inclusión de forma sistemática y significativa de lo que se ha dado en llamar responsabilidad social de la empresa (RSE) o responsabilidad social corporativa (RSC), entre otros muchos nombres,  en las agendas empresarial, académica y política es un fenómeno muy reciente. En España, se remonta a los primeros años de la década pasada, y poco más en los países más avanzados. 

Un proceso que los profesionales de la empresa que lo hemos vivido desde sus inicios lo experimentamos originalmente en no escasa medida como una revelación. Es innegable que la rápida consolidación del paradigma de la RSE supuso una tonificante inyección práctico-intelectual para muchos de nosotros. Algo parecido a lo que el marxismo (“científico”) supuso para el socialismo decimonónico: un fundamento contrastable; una base de rigor. La constatación (que muchos intuíamos) de que lo que es necesario y bueno para la sociedad puede ser necesario y bueno también para la empresa y de que ese paralelismo puede (si no demostrarse cuantitativamente) evidenciarse a la luz de las virtualidades que el fenómeno de la RSE bien entendida comporta. Un enfoque -como ha recordado recientemente J. M. Lozano- que, al menos aparentemente,  resulta mucho más cercano a la lógica managerial y mucho más concreto y objetivable que el de la ética: por eso no debe resultar extraño que cuanto más se ha ido hablando de RSE menos se ha hablado de ética empresarial (2).

Muchos desde entonces dedicamos nuestros mejores esfuerzos a tratar de extender esa buena nueva “objetivable” en el interior de nuestras empresas. Y lo hicimos con el apasionamiento, con la ingenuidad y quizás con el esquematismo de los conversos. Algunos perderíamos parte de esa pasión y de esa ingenuidad andando el tiempo. Pero esa es otra historia, que retomaré más adelante.

El business case de la RSE

¿En qué consistía esa buena nueva? Si bien con matices muy diferentes, básicamente en un discurso razonablemente coherente (muy impulsado por las escuelas de negocios y firmas consultoras) que justifica que la consideración en el gobierno y en la gestión de la empresa de todos los impactos que genera (económicos, sociales y ambientales) y de los intereses de todos sus grupos de interés, procurando generar el máximo valor posible para todos ellos,  resulta no sólo claramente positivo para la sociedad y para los grupos de interés, sino también para la empresa. Aunque es verdad que de forma difícilmente cuantificable, no poco difusa y diluida a lo largo del tiempo: algo que hace un tanto embarazosos los intentos de contrastación de la afirmación y exige de las empresas una clarividencia especial para apreciarla. Por eso -como se ha repetido insistentemente- , la RSE requiere ante todo de empresas inteligentes. 

En todo caso, conviene no olvidar que se trata de una concepción de la gestión que -si se implementa con rigor- está en las antípodas de la convencional, obsesionada con un único grupo (los propietarios/accionistas), focalizada en un objetivo excluyente (la maximización del beneficio) y tensionada (sobre todo en las empresas cotizadas) por una intensa pulsión cortoplacista. Frente a esa obsesión, la empresa responsable trata de aportar el máximo valor compartido posible a todos los grupos de interés, con una mucho más amplia perspectiva temporal y con un objetivo sustancialmente diferente: la óptima sostenibilidad de la empresa en el tiempo.  

Divulgar y extender -de forma inevitablemente sintética (siempre hay poco tiempo), esquemática, digerible sin grandes esfuerzos intelectuales y en power point- ese mensaje ha sido una de las ocupaciones básicas del oficio de director de RSE que tanto ha proliferado desde entonces.   

¿Cuál ha sido nuestro arsenal argumentativo para ello? Sintetizo a continuación las que, en mi opinión, han sido sus líneas principales.

1. La RSE interesa porque los grupos de interés interesan.

2. Una mejor reputación.

3. Una mayor capacidad de diferenciación.

4. Una mayor capacidad de detectar nuevos nichos de mercado

5. Una mejor gestión

6.  Un mercado crecientemente responsable

Naturalmente, los efectos benéficos de la RSE se verán incrementados en la medida en que el mercado la valore crecientemente. Algo que, aunque demasiado lentamente para lo que muchos querríamos, parece estar sucediendo en la realidad; y tanto más cuanto mayor es el grado de desarrollo de la economía.  

La compleja evidencia empírica

Como no resultará extraño, el intento de convencer a las empresas de toda esta serie de ventajas (“todo esto puede estar muy bien, pero ¿cómo se demuestra?” es una enojosa pregunta que muchos directores de RSE han escuchado persistentemente de sus jefes) ha obligado a buscar elementos de ayuda en la investigación empírica: un arsenal más que abundante, en el que los prácticos del ramo hemos tratado de apoyarnos básicamente en cuatro líneas de trabajo.

1. Índices de sostenibilidad

Los índices bursátiles selectivos de sostenibilidad que se han desarrollado esencialmente como instrumentos de apoyo a la ISR han permitido constatar que la rentabilidad media de la inversión en las empresas seleccionadas como responsables por estos índices no ha sido tendencialmente inferior (sino incluso ligeramente superior) a la de los índices bursátiles convencionales comparables. No hay director de RSE que se precie que no haya tratado de impresionar a su dirección con las inefables transparencias de este fenómeno.

2. Fondos de inversión responsables

Es un argumento reforzado con los análisis que algunas consultoras especializadas vienen haciendo en torno a la rentabilidad comparada de los fondos de inversión responsables  respecto de fondos de inversión convencionales gestionados por la misma gestora y con características muy similares. También en este caso, y aunque la comparabilidad presenta no pocos reparos,  todo parece apuntar a que, en igualdad de condiciones, la rentabilidad tendencial de los primeros no es, cuando menos, inevitablemente inferior a la de los segundos.   

3. Análisis de correlación

Se trata de un campo en el que la literatura académica ha proliferado de forma extraordinaria, tratando de buscar el grado de correlación existente entre alguna medida sintética de la RSE y los resultados económicos (“performance financiero”) en conjuntos de empresas seleccionadas con diferentes criterios, con el objetivo de determinar si la RSE puede considerarse o no un elemento de impulso de los resultados económicos.  Una intención cargada de problemas metodológicos,  que obliga a contemplar las conclusiones con mucha prudencia y en la que no se ha llegado a un consenso suficientemente significativo. Más bien, los resultados son de todos los tipos imaginables (no hay correlación; la hay, pero negativa; la hay, pero inversa; la hay, pero bidireccional; la hay y positiva), pero en la que se pueden rastrear algunos aspectos de indudable interés: el número de trabajos que encuentran correlación directa positiva y significativa es sensiblemente superior al resto y los trabajos que encuentran correlación negativa (es decir, que la RSE reduce el beneficio) es muy minoritaria. Lo cual, cuando menos, parece refutar en buena medida la hipótesis de Friedman de que la única responsabilidad pertinente para la empresa es preocuparse por el beneficio y que cualquier otra debilita la atención central y perjudica seriamente a la salud económica de la empresa.    

4. Opiniones de directivos

Finalmente, se ha realizado un sinfín de estudios de opinión a altos directivos de grandes empresas que vienen desarrollando políticas de RSE, preguntándoles que esperan ante todo de ella y cuál es la razón básica de que la implanten en sus empresas. Al margen de inevitables diferencias según sectores y países, existe una coincidencia notable: la reputación, la consecución de ventajas competitivas y las exigencias del mercado son las razones más aducidas. Y de forma creciente con el tiempo.  

Las insuficiencias del paradigma

En esencia, éstos son los fundamentos en los que se ha pretendido fundamentar el business case de la RSE: el credo que los profesionales de la “primera generación” hemos querido transmitir en nuestras empresas. Los optimistas piensan que con un éxito apreciable, dado el punto de partida,  en los poco más de diez años que se ha venido difundiendo. No hay más que fijarse en las opiniones de directivos mencionadas, que parecen reflejar una aceptación cada vez mayor de la RSE en los círculos empresariales más influyentes.  Pero, como siempre sucede, también hay pesimistas, que no pueden (no podemos) evitar pensar que hay no poco de lenguaje políticamente correcto en esas opiniones y que la aceptación que manifiestan es esencialmente formal y epidérmica. 

No faltan razones para ese pesimismo. No hay más que asomarse a la realidad para apreciarlas. Ante todo, porque, aunque es innegable que se han producido avances notables (en las grandes empresas; en las pymes, la RSE sigue siendo todavía un fenómeno casi marginal), son avances limitados básicamente a la formalización de políticas, al establecimiento de códigos de autorregulación, a la intensificación y racionalización de la acción social y a una cierta (muy limitada) información socio-ambiental. Pero no deja de ser algo, todavía, eminentemente periférico. Aún en el colectivo de empresas más decididamente preocupadas por la RSE, la situación dista de ser positiva para quien la contemple con una mirada mínimamente objetiva: ni siquiera de las empresas que más han avanzado en su implantación podría afirmarse con un mínimo rigor que han cambiado realmente, en profundidad,  sus criterios y pautas de comportamiento.

Lo que la realidad nos sigue evidenciando con tozudez es que -salvo excepciones- la RSE sigue siendo mayoritariamente una cuestión, en el fondo, básicamente de imagen y reputación. Una cuestión a la que, ciertamente, bastantes empresas dedican ya presupuestos y esfuerzos considerables, para la que implementan políticas crecientemente sofisticadas y en la que se comprometen con todo tipo de acuerdos. Pero muy frecuentemente sin sobrepasar la esfera de lo simplemente formal, con una empalagosa instrumentalización y limitando en la práctica la actuación a ámbitos relativamente marginales de la gestión. 

Y lo que es peor: políticas y compromisos que, casi siempre, se establecen y se publicitan al tiempo que se sigue manteniendo  una perspectiva esencialmente cortoplacista, se sigue concibiendo la actividad empresarial de forma convencional y se sigue, ante todo, persiguiendo la maximización del beneficio como objetivo esencial. O lo que es lo mismo, utilizándose las políticas de RSE como instrumento de adorno, complemento o apoyo de la gestión tradicional. Como ha escrito J. M. Lozano con su proverbial lucidez, a estas alturas resulta cada día más evidente …que se pueden hacer cambios -y cambios significativos- en muchos de estos ámbitos [de la RSE] sin modificar ni un milímetro la mentalidad empresarial, la visión de la empresa y el marco de referencia desde el que se establecen sus prioridades. Dicho de otro modo, es posible una política de RSE…, pero gestionada desde una mentalidad empresarial absolutamente convencional (3)

 ¿A qué se ha debido esta, pese a la retórica dominante, muy limitada implantación? Apunto a continuación sólo tres de las razones que me parecen más relevantes.

1.  Una fe difícil… 

En primer lugar, es muy cuestionable que la justificación simplemente económica de la RSE  haya empezado a calar de verdad en las empresas. Una cosa es la teoría -y tan débilmente demostrada, además- y otra la realidad. No es de extrañar: al margen del insuficiente consenso en su definición, la RSE se enfrenta  al  permanente problema de todas las fes: como bien nos recuerda el Evangelio, creer en lo que se ve y se toca es fácil. Lo meritorio es creer en lo que ni se ve ni se toca.  Sin duda, la  dificultad de su demostración y la genérica apelación al largo plazo (“largo me lo fiais”) para la constatación de sus virtualidades es una de las debilidades básicas del business case y una de las razones que explican la, al menos hasta el momento, reducida convicción que en la práctica de la dura realidad empresarial ha concitado.  

Porque si hubiera calado de verdad, aunque fuera en pocas empresas, éstas habrían aplicado la nueva filosofía con la radicalidad necesaria para que pudiera ser efectiva: incorporándola realmente a los sistemas de gobierno, a la estrategia, al sistema de negocio, a las relaciones laborales, a los sistemas de fijación de objetivos, valoración y retribución, a la rendición de cuentas… Y lo habrían hecho superando las múltiples resistencias que un modelo de gestión de este tipo genera inevitablemente en el interior de la empresa (y que en la práctica anulan los floridos, pero vacuos, discursos de los presidentes y las maravillas que narran esos espléndidos folletos cuasi-publicitarios llamados “informes de RSE”).

Y es que se trata de una fe que, como las religiosas, cuesta asumir: igual que el cielo parece una recompensa muy lejana para la dureza y las tentaciones de la vida cotidiana, el medio y largo plazo es un horizonte con frecuencia excesivamente etéreo frente al voraz inmediatismo del mercado. Por eso, muchos piensan que no basta con el fortalecimiento de la capacidad competitiva a la larga: si se quiere que la RSE se generalice en serio, es necesario modificar previamente el mercado para que el juego de incentivos y presiones a corto plazo no desbarate en la práctica las presuntas ventajas de la RSE en horizontes temporales más amplios. 

 Pero la dificultad de la fe en la RSE es todavía mayor.  El problema fundamental es que, mayoritariamente, se sigue requiriendo de ella (en eso consiste el business case) una aportación tangible, directa o indirectamente, en términos económicos (aunque no sean a corto plazo): y esos son términos en los que difícilmente la RSE puede evidenciar todo su potencial. Muchos pensamos que la RSE puede, en efecto, contribuir decisivamente al éxito de la empresa. Pero es una contribución sólo concebible plenamente desde una redefinición del concepto de éxito empresarial, trascendiendo su dimensión puramente financiera.  Porque, como han señalado Margolis y Walsh (4), empeñarse en detectar los beneficios financieros de la RSE implica mantenerse en el universo intelectual friedmanita que presuntamente este enfoque combate. El problema es que salir de este universo plantea dilemas que sobrepasan la pura actividad empresarial: difícilmente puede hacerse sin cuestionar en nada algunos de los elementos básicos de la lógica del sistema en que vivimos (entre los que es pieza central la rentabilidad monetaria como objetivo principal e incuestionable de la empresa). 

2. Que no convence a todos… 

Otro problema nada menor para la óptima implantación de la RSE es que no ha tenido el éxito esperado en un aspecto crucial: no ha conseguido superar la reticencia social frente a la gran empresa, que ha sido su destinataria esencial. Una reticencia alimentada por la creciente conciencia del poder casi omnímodo de las grandes empresas y por la creciente suspicacia frente a sus frecuentes desmanes.  En buena medida, el discurso de la RSE nació para contrarrestarla. Pero no lo ha logrado: precisamente, por el sesgo reputacional y economicista y la limitada forma con que la han asumido, en general, esas grandes empresas, que la ha convertido, para muchos sectores sociales, en una nueva política de imagen o de marketing que, como mucho, cambia las formas, pero no la esencia de las actuaciones.

No poca relación con ello tiene el hecho de que el business case se enfrenta a una dificultad adicional que ha alimentado esas suspicacias. La RSE refleja ante todo el compromiso de la empresa por atender lo mejor posible a todos sus grupos de interés, pero en la práctica es frecuentemente un compromiso que se limita a los grupos de interés con capacidad de incidir en la propia empresa (y a las cuestiones que más claramente reclaman). Y ello es así porque, desde la perspectiva economicista con que se la suele contemplar desde la empresa, es difícil encontrar justificación económica para extender ese compromiso a aquellos sectores afectados por su actividad que no tienen ninguna capacidad de presión ni ninguna presencia pública: los grupos de interés sin algún poder, sin visibilidad y sin voz, simplemente no interesan (o interesan poco), por grandes que puedan ser su legitimidad y la justicia y necesidad de sus demandas. No hay más que ver la comparativamente débil preocupación de muchas transnacionales por algunos de sus impactos en países pobres frente a la que manifiestan por sus actuaciones en el Norte.    

3. Y que tiene un carácter eminentemente instrumental

Pero hay otra razón poderosa que explica que la concepción de RSE que transmite el business case no convenza a muchos. Y es el hecho de que, como también  tan a menudo sucede con los credos religiosos, es una fe que, en buena medida, se ha instrumentalizado al servicio de los poderes tradicionales en la empresa. 

Como con brillantez viene insistiendo desde hace años José Miguel Rodríguez, late tras esa concepción un modelo de gestión y de empresa en el fondo no tan alejado del convencional. En el mejor de los casos, no pasa de ser una RSE “estratégica e instrumental”, que continúa dando prioridad a la creación de valor económico para los accionistas, aunque, ciertamente, con una perspectiva de mayor plazo y teniendo en cuenta “las restricciones impuestas por la necesidad práctica de satisfacer en una medida razonable las demandas de las otras partes interesadas”. Pero no se discute la primacía en última instancia de los accionistas, que siguen siendo el grupo de interés por excelencia, en tanto que las demandas de los restantes grupos son simplemente contempladas como “medios o instrumentos imprescindibles para alcanzar un mayor valor de modo sostenible y a largo plazo para los propios accionistas” (5). En definitiva, como restricciones necesarias que se tienen que gestionar adecuadamente para optimizar el beneficio. Un objetivo  sensiblemente diferente a la presunta pretensión de la RSE de maximizar de forma armónica y equilibrada el valor para todos los grupos de interés (la diferencia en términos de funciones matemáticas es radical). Y un planteamiento moral muy alejado también del que vienen sosteniendo los defensores de la RSE desde una fundamentación ética, para los que, en una empresa justa, los grupos de interés (tras los que siempre hay personas) deben ser contemplados como sujetos con valor intrínseco e intereses legítimos, como fines y no simplemente como medios. 

Para el business case, en definitiva, la RSE no es más que una inversión: transversal, multifacética y de largo alcance, pero que sólo es concebible (y sólo se mantendrá) en la medida en que rinda resultados positivos para la empresa.  Algo se ha avanzado, sin duda, frente a la visión más reduccionista, pero seguimos inmersos en el modelo de empresa convencional, en el que la RSE se limita, en esencia, a ser un simple instrumento para una mejor dirección estratégica. Escasos mimbres para convencer generalizadamente de que, únicamente con ellos, la empresa se hace realmente responsable de todos sus impactos, frente a todos sus grupos de interés y frente a las sociedades en las que opera.    

El retorno de la ética

 Por todo lo anterior, algunos de los partidarios de la filosofía de la RSE inicialmente deslumbrados por la potencialidad argumentativa del tan reiterado business case hemos ido perdiendo progresiva confianza en él. No rechazamos, desde luego, que la funcionalidad económica es condición necesaria para la implantación de la RSE, pero cada día nos parece menos razonable pensar que sea condición suficiente: aunque la RSE no pueda prescindir de su sentido económico, son imprescindibles otros argumentos para que se implante más y mejor en la gestión empresarial.

 ¿Demasiadas vueltas para lo que siempre se ha considerado patente por los críticos? Probablemente: pero no es malo aprender con la experiencia. Y la experiencia nos ha enseñado que -por encima de la avalancha de herramientas, códigos, políticas formales e informes- la presunta rentabilidad de la RSE no ha generado un impulso realmente transformador en las empresas. 

 Se trata de una perspectiva que indudablemente se ha agudizado -como una conmoción dolorosa en muchos casos- con el escándalo de la crisis económica desatada entre 2007 y 2008. Un escándalo que, como una ruptura epistemológica, obliga a los partidarios de la RSE a replantearse no pocos de los fundamentos de sus ideas. Porque ha sido una crisis generada y extendida en buena medida por grandes empresas que en muchos casos contaban con alabadas políticas y evaluaciones de RSE y porque ha sido una crisis que ha evidenciado (una vez más, pero de forma particularmente rotunda) que  muchos de los aspectos más valorados para calibrar la RSE no son más que elementos (¿ornamentos?) complementarios de importancia secundaria, que pueden ser perfectamente asumidos (y de los que se presume) en medio de comportamientos de una flagrante irresponsabilidad social. 

 En este contexto, las insuficiencias del discurso economicista de la RSE se hacen insoportables para quien quiera observar la realidad sin anteojeras. Y ante esta realidad, se diluye en buena medida esa presunta objetividad explicativa que a muchos nos deslumbró una decena de años atrás. Sin duda, seguimos confiando en que induce a un modelo de gestión que es positivo a la larga para la empresa, pero no parece que sea una creencia inmaculada ni que pueda por sí misma inducir cambios sustanciales en los comportamientos empresariales. Ni parece tampoco que sean tan abundantes las empresas inteligentes capaces de tomar conciencia de la conveniencia de una RSE más “auténtica”.

 Por eso, y quizás paradójicamente, algunos volvemos la mirada hacia las ideas que alimentaron el movimiento inicial por la RSE (y que muchos, por supuesto, nunca olvidaron): el retorno a la centralidad de los valores y a la necesidad de que la sociedad sea capaz de exigir a las empresas su plena a adaptación a los principios que esa sociedad considera prioritarios. En definitiva, el retorno, después de tantas vueltas, a la ética.

 Una perspectiva que implica la revalorización de lo que, frente al business case, se ha dado en llamar el moral case de la RSE. Frente a la argumentación crudamente instrumental y económica, un alegato plenamente moral: la defensa de la RSE en términos éticos, por su valor intrínseco. Porque la empresa debe intentar ser responsable siempre, y no sólo cuando la responsabilidad la resulte rentable (aunque sea de forma diluida y a la larga). Y porque en otro caso estaríamos justificando la irresponsabilidad cuando la empresa la considerara necesaria. Un argumento, en definitiva, planteado desde la convicción de que -como tan magistralmente viene recordando desde hace años Adela Cortina- la RSE no es sólo una herramienta de gestión, sino, ante todo, una exigencia de justicia (6): porque sin una RSE exigente será imposible consolidar relaciones de justicia mínimamente aceptable de las empresas (y sobre todo de las grandes) con sus grupos de interés y con la sociedad.  

 Por eso, también, es tan importante que la sociedad se dote de la mayor capacidad posible para esa exigencia. Algo que depende muy significativamente, entre otros factores, del nivel de organización de la sociedad civil, de la calidad y densidad de su tejido cívico, de su grado de vertebración: de la existencia de plataformas adecuadas para consolidar y consensuar esa exigencia, para representar a todos los sectores y para canalizar sus demandas de forma eficaz. En definitiva, de la calidad y densidad de su capacidad asociativa. Porque detrás de la RSE -como detrás de toda cuestión social- laten inevitablemente relaciones de poder. Y en este contexto, es básico para la sociedad dotarse de poderes compensadores firmes frente a las empresas. Poderes no sólo imprescindibles para la defensa de los derechos de los ciudadanos, sino también para impulsar en las empresas las transformaciones necesarias para hacerlas más responsables y, por tanto, mejores. Desde la convicción de que la responsabilidad social puede ser decididamente positiva para las empresas, y por ello perfectamente factible. Pero desde el paralelo convencimiento de que es la sociedad quien tiene que imponer las condiciones para que no pueda ser de otra forma (penalizando duramente la irresponsabilidad) y quien tiene que mostrar el camino recto que a las empresas tanto cuesta descubrir por sí solas: desde la comprensión de que la RSE es cosa de todos. 

 Son poderes que toman cuerpo muy especialmente en las múltiples modalidades de organizaciones cívicas que han venido protagonizando (algunas desde mucho tiempo atrás) la exigencia social de responsabilidad empresarial: sindicatos, ONG de todo tipo, asociaciones de consumidores, vecinales y culturales, organizaciones ecologistas y de defensa de los Derechos Humanos… Entidades esenciales en esa reivindicación “moral” de la responsabilidad empresarial y que hoy, como siempre, resultan imprescindibles para construir mejores empresas y mejores sociedades. Y que, por eso mismo, no deberían verse, en absoluto, como un fenómeno incompatible con el mercado: muy al contrario, son un elemento básico para la consolidación de mercados menos desequilibrados y más justos, pero también más eficientes. Mercados más avanzados, que requieren de partes interesadas (consumidores, ahorradores, inversores, proveedores, compradores, medios de comunicación, formadores, creadores de opinión…) conscientes, activas y corresponsables, capaces de generar las recompensas y penalizaciones necesarias para orientar a las empresas hacia comportamientos más decentes.

 Recordemos para acabar que se trata de una reivindicación moral que afecta a aspectos en muchos casos tan básicos para una vida digna y justa que -como la mayoría de esas organizaciones reclaman- no pueden dejarse al albur de la estricta voluntariedad de las empresas: cuya obligatoriedad debe, por tanto,  reclamarse  a los poderes públicos. Cuando menos en algunos ámbitos cruciales (derechos humanos, respeto ambiental, relaciones laborales, integridad, transparencia informativa…),  parece crecientemente imprescindible el establecimiento de unos mínimos niveles de cumplimiento que deben ser requeridos legalmente y, por lo tanto, regulados, verificados y supervisados rigurosamente. Y, claro está, también penalizados los incumplimientos. 

 Algo, ciertamente, que en alguna medida (aunque no en la suficiente) ya sucede en la mayoría de los países más avanzados. El reto urgente es elevar el listón y, sobre todo, extender la regulación a ese inmenso agujero negro de la práctica empresarial que constituye la escena internacional (y muy especialmente la operativa en los países menos desarrollados). Aquí radica el gran desafío de la RSE: en esa obscura escena en la que demasiadas empresas (incluso muchas de las presuntamente más responsables) actúan con unas pautas y con una impunidad que obligan a contemplar con un inevitable criticismo el -por otra parte tan esperanzador- fenómeno de la RSE. Y también a no olvidar que el retorno a la ética comporta ineludiblemente el retorno a la política.  

NOTAS*

  1. Este artículo ha sido publicado originalmente en la revista Debats, nº 116, 2012/3. En esta versión se ha aligerado tanto el texto como las referencias bibliográficas. 
  2. Lozano, J. M., “¿RSE frente a ética empresarial?”, Persona, Empresa y Sociedad (www.josepmlozano,cat/) [Consulta: 27/12/11]. 
  3. Lozano, J. M., “la RSE más allá de la RSE”, Persona, Empresa y Sociedad (www.josepmlozano,cat/) [Consulta: 09/02/11].
  4. Margolis, J. D. y Walsh, J. P., “Misery Loves Companies: Rethinking Social Initiatives  by Business”, Administratice Science Quarterly, nº. 48, junio de 2003.
  5. Rodríguez, J. M., “La base de la pirámide: negocios, valores e innovación para la responsabilidad social”, en Ancos, H., (coord.), Negocios inclusivos y empleo en la base de la pirámide, Editorial Complutense, Madrid, 2011.
  6. Cortina, A., “La Responsabilidad Social Corporativa y la ética empresarial”, en L. Vargas (coord.), Mitos y realidades de la Responsabilidad Social Corporativa en España. Un enfoque multidisciplinar, Thomson-Civitas, Cizur Menor (Navarra), 2006. 
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