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Nací en una aldea gallega en el último tercio del siglo XX. Crecí en un microcosmos formado por decenas de aldeas que se relacionaban a través de un ciclo circular anual marcado por las faenas del campo y el santoral, orbitando alrededor de “la villa”, un pueblo de unos 8.000 habitantes que era el centro comercial.

Era “micro” porque como decía la canción, era un lugar en el que todos conocían tu nombre; era “cosmos” porque todo estaba ordenado, tenía su lugar, su tiempo y su porqué.

De aquella aldea, a los 40 años, me vine a Madrid con un bolígrafo como único equipaje. Quería trabajar en comunicación. Sin experiencia, sin estudios, sin contactos, sin trayectoria, con 40, tenía todas las cartas para fracasar, pero no me ha ido mal. Estoy contento.

Han pasado casi ocho años, pero sigo viéndolo todo con mis ojos de aldeano. Quizás ha sido eso lo que me ha dado diferenciación y me ha permitido aportar contenidos y enfoques diferentes. Ese ha sido mi pasaporte, con el que he sorteado todo tipo de obstáculos.

Me he ido acostumbrando a los ritmos, plazos, exigencias y fingimientos de la vida corporativa; he aceptado las ramas muertas que suelen tener los árboles de las grandes empresas; pero hay algo que me cuesta mucho llevar bien: el poco valor que se le da en la vida corporativa a la palabra dada.

En la aldea, la palabra lo es casi todo. Es un barómetro de nuestra plenitud como ciudadanos. Uno puedo fallar, por supuesto, pero hay canales de cortesía para excusarse. En todo caso, lo dicho, dicho está. Si alguien en varias ocasiones falla a su palabra, pasa a la categoría social de “ese no es nadie”.

Quizás me suceda solo a mí, pero mi experiencia está llena de “nadies”, de personas que dicen que te van a llamar y no te llaman; de otras que te prometen convocarte a un concurso sin duda alguna y no te convocan; de quiénes te dicen que su secretaria te va a enviar un correo y ese correo nunca llega; de quienes te aseguran que el lunes tendrás todo el texto corregido y tu buzón está vacío; de quienes te ofrecen presentarte a la persona adecuada para un proyecto y jamás mueven un dedo, y mil ejemplos más.

El caso es que cuando les afeas su conducta, te responden con un “es que estoy muy ocupado”, “es que tengo mil cosas que hacer”, “es que estoy hasta arriba” o cualquier peregrina excusa. Se sorprenden de que les llames la atención, o incluso llegan a ofenderse desde sus alturas corporativas, como si la falta de respeto solo pudiese darse hacia arriba y un directivo no tuviese obligaciones éticas o de simple sentido común, hacia abajo.

Todo esto puede parecer sin importancia, un asunto trivial, pero quizás es también un síntoma de algo más grave, como la fiebre nos anuncia una enfermedad profunda y que puede afectar a nuestra vida. Vivimos tiempos de responsabilidad corporativa, honestidad, códigos éticos y demás bordaduras, pero si todo eso fuera algo más que papel mojado, la falta de respeto a la palabra tendría mucha más censura dentro de las empresas.

El respeto a la palabra, al compromiso, nos define como profesionales, habla de nosotros y también de cómo entendemos las relaciones con nuestros iguales y con los que son desiguales y por tanto no pueden respondernos.

He querido escribir este artículo, empujado por una desazón íntima a este respecto, una desilusión que me goteaba tristeza en el alma. Es una manera general de curarme y retomar el camino de la lucha diaria. No va contra nadie en concreto. Ha coincidido también la lectura reciente del clásico de fray Antonio de Guevara "Menosprecio de corte y alabanza de aldea", que utilizo para titular este artículo. Un clásico que aprovecho para recomendar a todos.

Ah, si alguna vez necesitan escribirme para algo o quieren compartir alguna opinión, no duden en ponerse en contacto conmigo. Les contestaré encantado.

Les doy mi palabra.

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