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Con un sugestivo título, La decadencia de la mentira, Oscar Wilde publicó en 1898 uno de sus más lúcidos ensayos sobre el valor del arte como elemento transformador de la realidad. Y no solo el arte atesora hoy ese poder transformador. La política, algunas instituciones y la moderna empresa disfrutan también de ese singular don que, en tiempos de cambio como los que vivimos, se hace imprescindible. Por fortuna, nací en Úbeda, donde el Renacimiento sorprende a cada paso, donde las plazas son todas plazas y siempre diferentes, donde el arte –pasado, presente y futuro– se transforma en piedras, calles, iglesias y palacios, y donde sus gentes disfrutan de la existencia, sabedoras de que han recibido una hermosa ciudad como herencia inagotable, que es Patrimonio Mundial y de la que deben responder. Parido con ese espíritu renacentista, cuando reflexiono sobre nuestro futuro común como país, me sumerjo en la esperanza de algo que se parezca al humanismo que floreció en Italia, y más tarde en España, en el siglo XV. Sueño con aquellos hombres que, líderes sin pretenderlo, huyendo de dogmatismos, supieron poner a prueba desde la reflexión las ideas que hasta entonces se tenían por verdades irrefutables. Y lo hicieron de forma que sus contemporáneos los entendieran, sin dobleces, con un lenguaje claro, tomando como basamento las enseñanzas de los clásicos y dejando que las universidades cumplieran el papel social –también transformador– que les debe corresponder y del que desde hace tantos años nos hemos olvidado.

Si queremos seguir progresando, las personas tienen que jugar siempre un papel central en las instituciones, y esa es la esencia misma del humanismo. Creo en lo que tal afirmación encierra y, precisamente por eso, resulta apasionante desentrañar el rol (y el misterio) de las personas, y sobre todo de sus dirigentes, en la organización llamada empresa. Hace dos mil años, en sus Historias y Anales, Cornelio Tácito afirmó que a todo lo desconocido se le tiene por maravilloso, y añadió que “los hombres son siempre más propensos a creer lo que no entienden, y las cosas más oscuras y misteriosas tienen más atractivo a sus ojos que las claras y fáciles de comprender”. La reflexión del gran historiador y político latino es, como tantas suyas, certera: por nuestra propia naturaleza, a los seres humanos todo lo insólito, todo lo desconocido, aunque nos atemorice e inquiete en muchas ocasiones, nos merece en tantas otras un crédito extraordinario. El misterio se enclaustra casi siempre tras un velo que nos envuelve y nos desasosiega, que aun ocultando formas y difuminando perfiles nos atrae. Seguramente porque, en el fondo, los humanos somos sabedores de que el arcano está en nosotros mismos. Al fin, lo misterioso esta imbricado hasta el tuétano en la propia esencia del ser humano, y así hemos vivido hombres, mujeres y pueblos enteros desde hace miles de años. En el fondo, dentro de cada uno de nosotros habita un universo de símbolos que traducen el esfuerzo del hombre para descifrar un destino que a veces se le escapa a través de las oscuridades que lo envuelven. Y así fue siempre. La sociedad líquida y posmoderna no nos ha cambiado tanto, y seguimos viviendo cada día, no sin esfuerzo, en un mundo donde, como escribe Bauman, la única certeza que atesoramos es la propia certeza de la incertidumbre.

Nuestra época, como todas las épocas, se retrata y se refleja en las personas que la vivimos y, por tanto, la sufrimos/disfrutamos/padecemos. La ventaja es que, en tiempos difíciles, la propia dificultad se convierte en algo natural y cotidiano que, en general, debería fortalecernos. Pensando en el común y en las próximas citas electorales, en estos tiempos de austeridad, los primeros en ponerse a la tarea deberían ser los políticos, las administraciones públicas, las instituciones y, naturalmente, las empresas. Austeridad es, sobre todo, sobriedad, sencillez, ausencia de adornos y trabajo sin alardes, estilo olivar (dando frutos sin hacer ostentación de flores), huyendo de falsas promesas y de mentiras, y liquidando estructuras y organismos innecesarios e inoperantes. Pero no es así. Por razones que nunca se entienden, aquí todo el mundo quiere aparentar; muchos dirigentes, equivocadamente y no importa cómo, luchan/medran por ser siempre los primeros, los más listos y aparecer en los papeles como protagonistas indiscutibles; corruptos o no, quieren tener su propio y singular chiringuito, copiar lo que sea menester sin recato alguno y aparentar, aparentar, aparentar... Los que presumen de sabios y gurús dicen que es muy importante innovar, algo ciertamente imprescindible, pero sin olvidar que para progresar, y desde la honestidad intelectual, “hay que ponerse en cuestión todos los días”, como escribió Ortega; o esforzarse por cumplir, según la famosa fórmula de Kant, con los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse.

Y parece que, en esta nueva época poscrisis, algo está cambiando: un reciente informe de Odgers Berndtson nos revela las cinco supermisiones o tendencias que 300 CEO de España y Portugal estiman que serán imprescindibles para triunfar y sobrevivir en 2020: estrategia, motivación, clientes, tecnología y personas. Los tiempos cambian y, al parecer, vuelven valores que parecían definitivamente perdidos. Se retoma la olvidada cultura de empresa y los máximos dirigentes empresariales saben que, para triunfar, deberán ser necesariamente humildes ( el mejor antídoto contra la depresión), ejemplares y éticos; coherentes en su hacer/decir y cercanos con sus colaboradores. Convertir la incertidumbre en resultados; promover la innovación con y desde el cliente; conocer las crecientes y nuevas exigencias de los clientes a los que se debe escuchar y atender singularmente; apostar por las nuevas tecnologías y adaptarse a sus cambios; confiar siempre en las personas integrando diferentes edades y perfiles; fomentar la diversidad; desarrollar procesos de aprendizaje colectivo; premiar el mérito y el talento; y, finalmente, luchar sin descanso para que la desigualdad no se instale en el seno de la empresa. Así son las cosas, o así deberían ser para alcanzar la excelencia; y, para recordarlo ahora y en el porvenir, quizás convendría detenerse en la hermosa reflexión que Caballero Bonald tiene escrita: “Ay de aquel que no olvida sus victorias”.


Juan José Almagro
 es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado 

@jalmagro

 

 
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OpiniónEmpresas

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