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Mi amigo el catedrático, un hombre sabio y justo, me recuerda que en el actual discurso social, y desde hace algunos años, la palabra empresa ha sido canibalizada casi en exclusiva por la gran empresa. Para lo bueno, lo malo y lo peor, faltaría más, es como si las pequeñas y medianas empresas no estuvieran en el mapa, y ello a pesar de que la gran empresa solo representa un escaso porcentaje –en torno al uno por ciento– del entramado socioeconómico global. El informe Edelman Trust Barometer 2015 revela que, a nivel mundial, se ha producido una alarmante caída de la confianza en todas las instituciones, volviendo a los limites de la recesión del 2008. Según el informe, que se hizo público en los primeros días de marzo, la confianza en los gobiernos, empresas, medios de comunicación y ONGs se sitúa por debajo del 50% (el aprobado raso) en dos tercios de los países, entre ellos Estados Unidos, Alemania y Japón, que mucho tendrán que mejorar, y ese es su problema y también su responsabilidad.

En España solo aprueban las ONGs, con un 6,3 de indice de confianza, y suspenden medios de comunicación (4,7), empresas (4.3) y gobiernos, con un rotundo y preocupante 2,6. Es verdad que la confianza general sube en España, aunque nuestro país sigue formando parte del grupo de 13 naciones que no llegan al aprobado, como Irlanda, Suecia o Italia. Son los países emergentes los que lideran el ranking de confianza, con Emiratos, India, Indonesia y China a la cabeza e índices del 8,4 al 7,5; todos notables altos.

Y, hablando de las empresas y de las instituciones, ¿ahora qué? A lo mejor, como escribe Caballero Bonald, “...me he hecho viejo ay de mí y en derredor también han ido erosionándose”, o no somos capaces de entender, como aquellos que tienen la responsabilidad de hacerlo, que en este cambio de época, cuando las ilusiones básicas se han agotado, convendría recordar a los fatuos mandamases de toda clase y condición, que “...la grande y verdadera gloria supone estas tres condiciones: que nos ame la multitud, que tenga confianza en nosotros, y que con cierta admiración nos considere dignos de honor.” Hace mas de dos mil años, Cicerón escribió esas hermosas palabras en De Officis, una larga epístola dedicada a su hijo Marco para hacerle partícipe de sus convicciones éticas y comprometerle con la vida de la polis, además de embeberlo en la necesidad de la honestidad como parte de la conducta vital, y en la solidaridad como exigencia ineludible de los que, como los seres humanos, pertenecemos a una comunidad.

Además de ser transparentes sin excusas, porque dar cuenta no es una humillación sino una obligación ineludible; además de acabar de una vez con los paraísos fiscales, donde se esconde un patrimonio offshore de seis billones de euros; además de publicar sin trampas el monto y el lugar donde se pagan los impuestos; además de contar verdades, para recuperar la perdida confianza y para que los ciudadanos vuelvan a creer en sus instituciones, se me ocurre que las empresas –y sus dirigentes, a los que alguna responsabilidad les cabe en este asunto– podrían empezar por dar ejemplo en tres frentes: coherencia, austeridad y sueldos.

Podemos constatar diariamente cómo muchas organizaciones (en política no digamos) cultivan con más frecuencia de lo que parece la disonancia entre palabras y hechos. Hay muchos adictos a la cosmética: decir muchas veces que somos así, o que hacemos tal cosa, amparados en millonarias campañas de publicidad, no es garantía de verdad. Ni la verbalización, ni determinados premios, ni mucho menos las certificaciones y diplomas, tan de moda, pueden hacer coincidir apariencia y realidad. La feliz Arcadia empresarial es, generalmente, una falacia. La reputación se consigue de otra forma: hacer las cosas bien, que es la principal responsabilidad de una empresa, solo se certifica, como me contó un día el profesor Olivencia, no desde los títulos-valores sino con valores, esfuerzo y trabajo, sin dejarnos encandilar por focos, luces, luminarias, neones, apariencias y certificados.

Seguramente, donde mas incidencia tendría el valor pedagógico del ejemplo sería en las remuneraciones. En este ámbito, hay principios éticos y morales que estamos despreciando bajo el manto de la libertad de empresa y de mercado. No podemos sustituir la plusvalía a corto por el dividendo a medio y largo plazo. En los últimos decenios hemos hecho aparecer la especulación como una fórmula alternativa al tradicional ahorro, y hemos sacralizado (“lo que este siglo adora es la riqueza”, escribió Oscar Wilde) la necesidad de un valor bursátil en alza permanente. Si queremos que muchos directivos no sean indecentes, hay que trabajar para que el capital no sea impaciente, en feliz expresión de Sennett; y para dar ejemplo de austeridad personal y profesional, además de practicar la humildad y el compromiso, hay que conseguir que los que mandan sean capaces de ajustar sus retribuciones de tal forma que, aunque los salarios premien lógicamente la responsabilidad y el mérito, nunca pueda olvidarse que los sueldos de la alta dirección –más aún cuando se nos llena la boca hablando de sostenibilidad y Responsabilidad Social– deben ser prudentes, equilibrados, equitativos, que no provoquen escándalo y, aunque resulte paradójico, que tengan sentido común. Y eso no es lo que, ahora y a pesar de la crisis, parece estilarse, tampoco en España, donde la diferencia entre los ingresos del CEO de una gran empresa y un empleado tipo es de 127 veces: de mas de 3,5 millones de euros anuales a poco mas de 28.000. Claro que Alemania nos supera (148 veces) y USA nos desborda con una diferencia que alcanza las 354 veces entre el sueldo del primer ejecutivo y el de sus empleados de a pie...

Ha llegado, aunque no queramos verlo, la hora del cambio porque, como hemos repetido tantas veces, la desigualdad no puede instalarse también en el seno de la empresas y de las instituciones. Son estas, y las personas que las lideran, las protagonistas principales a la hora de escribir una nueva narrativa del mundo que nos aguarda, y en la construcción de un camino de ida y vuelta que nos conduzca hacia un modelo de desarrollo y de progreso que nos libere de iniquidades y, como los ciudadanos anhelan, satisfaga sus legítimas, comunes y básicas aspiraciones. Muchas veces solo se aprende y se progresa transitando por nuevos caminos y olvidando las viejas sendas. Los nuevos ideales siempre los encontraremos mas allá del todavía cercano horizonte, y para disfrutarlos habremos de convenir con Heráclito que “la armonía de lo invisible es mayor que la armonía de lo visible. Para llegar a saberlo hay que desaprender lo que se sabe.”

 

 
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