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Artículo de José Ángel Moreno Izquierdo para reflexionar sobre qué es y qué debe ser una empresa

Recientemente he tenido el honor de que el profesor Argandoña haya dedicado dos posts en “Diario Responsable” (ambos con el título de “Otra manera de ver la Responsabilidad Social de las empresas”: ver aquí y aquí) a criticar con un detalle y un rigor que son siempre de agradecer un modesto (y al parecer polémico) artículo mío (“Nacionalizaciones y licencias sociales: una perspectiva nueva para la RSC”), que ya había merecido también la atención de Antonio Vives (ver aquí su artículo y aquí mi respuesta).

Aunque se trata de un severo tirón de orejas de quien es para mí un experto admirado, vaya por delante mi satisfacción por que se abran debates (incluso a mi costa) sobre este tema. Me parece que es una práctica que necesita imperiosamente en España la RSE, que si de algo padece no es tanto de polémica, sino más bien de unas notables languidez y rutina. En este sentido, no quiero dejar de intentar responder  a los comentarios del profesor Argandoña que me parecen más relevantes.

Ante todo, debo insisitir en que lo que  yo intentaba en el artículo de marras era sólo presentar algunas de las ideas que viene elaborando un grupo de profesores británicos en torno a lo que ellos llaman “Foundational Economy”): ideas que quizás puedan contribuir a esbozar nuevos caminos para conseguir que las grandes empresas suministradoras de bienes y servicios básicos asuman un mayor compromiso con la sociedad y unos comportamientos más responsables en todas sus actuaciones y en su cadena de valor. No se trata, por tanto, de ideas inicialmente mías, si bien, desde luego, no puedo ocultar que me parecen de mucho interés, aunque, ciertamente, no dejen de entrañar dificultades y problemas. 

Empecemos. Seguramente es verdad que -como señala el profesor Argandoña- va de sí la descalificación de la RSE mayoritariamente existente si empezamos la agumentación presentándola, como yo lo hacía en mi artículo,  como una serie de “actuaciones de imagen (…) absolutamente voluntarias, unilaterales y discrecionales, al tiempo que claramente insuficientes en su alcance e incidencia, cuando no engañosas” (palabras mías: mea culpa, no lo puedo negar). Pero el problema no radica en empezar de esta forma (quizás un poco abrupta), sino en que muchos (expertos, profesionales, académicos, miembros de organizaciones sociales y sindicales...) estamos convencidos de que, lamentablemente, ésa es la realidad fundamental en el mundo de las grandes empresas. Y de que, por eso, hace falta urgentemente encontrar nuevas vías para impedir o mitigar las malas prácticas y las irresponsabilidades habituales en muchas de estas empresas y para impulsarlas -lo quieran o no- a mejores prácticas. Vías que no descansen sólo en la voluntariedad y la unilateralidad, en la ética o en la presunta inteligencia empresarial (en el egoísmo ilustrado), a la vista de los magros avances a que han conducido estas perspectivas, sino en alguna forma de obligatoriedad. Éste es el fondo de la cuestión.

En este sentido, yo no defiendo la necesidad de una licencia o contrato social adicional a la regulación que, según el prof. Argandoña, recoge “la licencia administrativa” normal, sino que esa regulación incluya verdadera y eficazmente todos aquellos aspectos básicos que, por su importancia para las partes interesadas y para el conjunto de la sociedad, no pueden depender del criterio unilateral de las empresas. Una regulación, dicho sea de paso, que no creo que sea, en general, necesariamente injusta ni incompetente (como me achaca sostener el prof. Argandoña), pero sí frecuentemente muy insuficiente (y, desde luego, muchas veces condicionada por las grandes empresas). Una regulación, por otra parte, que, en mi modesta opinión, sí debería abrirse todo lo posible a las demandas y expectativas de las partes interesadas y de la sociedad: ¿por qué considerarlas arbitrarias y  por qué calificar como injusta su inclusión en ese “contrato social” que, efectivamente, debe ser el objeto de la regulación? No se trata sino de profundizar cuanto sea factible en el carácter democrático que, en sociedades como las nuestras, debería tener necesariamente toda actuación administrativa.

Ciertamente, se trataría de procesos indudablemente complejos, en los que inevitablemente aflorarían intereses contrapuestos (¿pero no es eso la esencia de la RSE, que trata de encontrar la respuesta de la empresa que equilibre de la mejor forma posible los intereses de los diferentes grupos de interés?)  y probablemente en alguna medida con efectos indeseados: como bien sabe el maestro de economistas que es el profesor Argandoña, no hay medida de política económica que no los tenga, porque, por desgracia, no  hay políticas perfectas ni totalmente neutrales.

Desde este punto de vista, me parece que las indicaciones más pertinentes del profesor Argandoña son las que se refieren a la eficacia y eficiencia finales de este tipo de medidas, que sin duda pueden tener contraindicaciones. No creo que tengan por qué conducir ineludiblemente a costes insoportables en materia de beneficios (aunque moderar los beneficios de muchas grandes empresas no tiene por qué ser siempre negativo) y, sobre todo, en materia de precios. Pero sin duda  éstos son aspectos que hay que sopesar con detenimiento y en los que la investigación tendría que avanzar con solidez antes de llevar definitivamente a la arena politica este tipo de propuestas, porque yo también creo que la sostenibilidad económica es imperativa, que hay que valorar todos los efectos de toda política y que “no hay comidas gratuitas”; más aún, que frecuentemente el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Pero mi impresión, quizás ingenua,  es que no está de más que medidas como ésta se exploren, se analicen y se valoren. Insisto -y perdonen- en que no creo que sean debates de este tipo lo que sobra para el deseable y necesario impulso de la RSE.

Es también verdad, por otra parte, que la complejidad de este tipo de contratos sociales sería aún mayor al implicar necesariamente una cierta descentralización reguladora y, más aún, controladora, de forma que autoridades regionales o municipales y las propias partes interesadas  intervinieran de alguna forma en las condiciones que se exige a las empresas en las zonas de su competencia. Porque, en efecto, pienso que estos contratos sólo pueden tener sentido pleno  y desarrollo efectivo en el marco de una política más general, como piezas “... de una forma más participativa de entender el gobierno, quizás de particular interés y oportunidad en el ámbito local”. Pero no entiendo que esto sea algo negativo ni que comporte necesariamente “mecanismos de gobierno y control de carácter populista” ni que tenga por qué implicar “una crítica a la eficacia y a la representatividad de las instituciones políticas existentes”, como supone el profesor Argandoña. Desde mi punto de vista, todo lo contrario; aunque desde luego no sea fácil que funcione razonablemente.

En todo caso, frente a esa complejidad y esos posibles costes, no estaría de más tener presente la considerable complejidad práctica de la aplicación efectiva de la RSE, así como, sobre todo,  sopesar con ponderación los inmensos costes de todo tipo que, pese a los supuestos avances de la RSE, sigue generando la generalizada irresponsabilidad social de las grandes empresas. Es frente a los menguados progresos de la responsabilidad empresarial y frente a esos costes, que no decaen, frente a lo que hay que contrastar las medidas alternativas que para reducir esa irresponsabilidad se proponen.  

Sea como fuere, no quisiera terminar estas líneas sin tratar de aclarar algún malentendido sobre mi postura que se desliza en el segundo artículo de Argandoña, debido, creo, a una confusión del argumento central de mi artículo (los contratos sociales) con la problemática de las nacionalizaciones de grandes empresas de sectores básicos que vuelven a defender en estos momentos algunas fuerzas políticas de izquierda (y que constituye el pretexto de mi artículo para argumentar la probable mayor viabilidad de la vía de los contratos sociales para conseguir mejores prácticas en este tipo de empresas). 

En este sentido, el modelo de contrato social que defienden los expertos británicos y yo mismo no se propone de ninguna forma para “reconstruir ‘un Estado fuerte’, con empresas publicas potentes que puedan evitar o dificultar a los intereses privados dominantes la capacidad de ‘extorsionar y chantajear’ al Estado y de imponer sus necesidades a los intereses generales del país” (sic.) Es cierto que esa es frase mía, pero no la planteo en mi artículo de ninguna forma como justificación de este tipo de contratos, sino, en otro contexto del artículo, reflejando los argumentos que Alberto Garzón sostiene en defensa de las nacionalizaciones en ciertos sectores básicos (realmente, mi frase es una síntesis de sus propias palabras, que pueden verse aquí).

En esta mísma línea, tampoco es cierto que pretenda yo justificar los contratos sociales “por la necesidad de garantizar el acceso a unos servicios básicos –esenciales para la calidad de vida – a colectivos de bajos ingresos” (sic). También creo que esta finalidad debe ser ante todo objeto de las políticas de bienestar (aunque sí me parece que no estaría mal que también estuviese presente en las de regulación). De nuevo el profesor Argandoña recoge palabras mías, pero escritas en un sentido muy diferente: en apoyo, precisamente, de la justificación que pueden tener determinadas nacionalizaciones en la actualidad.

Por el contrario, y ruego de nuevo disculpas por la insistencia, mi interés por este tipo de contratos con grandes empresas de sectores básicos se debe únicamente a su eventual utilidad para conseguir mejores comportamientos y menores impactos negativos en este tipo de empresas. Llámese a esto RSE o llámese como se quiera: pero creo que avanzar en esa senda (que no es acción social ni transferencias ni repartir dinero) es lo que de verdad importa. Y esto, ahí sí le doy toda la razón al profesor Argandoña, implica no sólo repensar con seriedad qué es la RSE, sino qué es y qué debe ser una empresa.

Pero al margen de todo lo anterior, mi más sincero agradecimiento a D. Antonio: por fijarse en lo que escribe este pobre ignorante y por obligarle a pensar mejor en lo que ha  escrito.

José Ángel Moreno (Economistas sin Fronteras)

 

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